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lunes, 2 de mayo de 2016

Bolboreta: el último día de Pompeya

 Hoy es un lunes soleado, al igual que lo ha sido toda la semana pasada. El sol fue primoroso para recibir a los hislibreños en Santiago de Compostela. Un fin de semana especial, en el que hubo que sobreponerse a las adversidades, y en el que no faltaron las charlas, las risas o los libros. El tiempo volvió a mostrar su relatividad y en un parpadeo, todos nos volvimos a separar. Me queda el placer del reencuentro y de haber conocido a personas muy interesantes. 
La vida sigue y, en un eterno retorno, vuelve a ser lunes, un lunes sin lluvia en el que vuelven los relatos. Vuelve Bolboreta. 
Y para quienes no han leído nada de esta historia ambientada a caballo entre Madrid y A Coruña en 1936, os animo a leerla (no os tomará mucho tiempo). Aquí empieza y esta fue la anterior entrada.



Bolboreta: el último día de Pompeya



 Francisco se incorporó rápidamente y fue hacia la ventana para observar lo que ocurría.

  «La luz volvió a titilar mientras una pequeña humareda ondulante emergía de la bombilla.»

  —Tenga cuidado, Don Francisco —señaló el comandante de la guardia de asalto precavido.
Desde su posición, escondido tras las tablas de madera y los sacos que habían apilado a lo largo de la noche junto a la ventana, Francisco percibió lo que ocurría en el exterior. Los militares avanzaban ordenados por la calle que presidía el edificio del Gobierno Civil. Apenas se oía nada aún, ni siquiera el retumbar del paso marcial de las botas de la soldadesca. Las huestes sublevadas se acercaban con el fusil al hombro, enarbolando sus argumentos y espantando a las gaviotas que volaban graznando su miedo.
  En aquel preciso instante, por enésima vez ese día, el teléfono volvió a sonar. Con calma, el joven gobernador se acercó y lo descolgó.
  —¿Diga? Francisco Pérez Carballo al habla.
 —Soy el coronel Martín Alonso—contestó una voz contundente al otro lado del aparato—. En nombre de España y de la República, le ordeno que se rinda y entregue el Gobierno Civil.
 —Usted no es la República y no reconozco su autoridad —objetó con insolente seguridad el gobernador—. Quiero hablar con su superior, el General Caridad Pita. —En realidad, Francisco tenía exiguas esperanzas de poder conversar con aquel hombre que había trabajado a su vera, tratando de apaciguar a los militares de la ciudad en los días previos.
 —Caridad ha sido arrestado y usted está ocupando ilegalmente el edificio del Gobierno Civil. Entréguese —ordenó el militar escueto pero terminante.
 —Tendrá que venir a buscarme aquí, coronel. He sido nombrado por un gobierno elegido por la soberanía nacional y no voy a abandonar mi puesto —afirmó Francisco con firmeza aunque sintiera sus piernas desfallecer.
 —No reconozco su gobierno de pusilánimes —objetó el coronel impaciente—. Hágase el héroe, son los protagonistas de las tragedias clásicas… pero aténgase a las consecuencias de sus estúpidas decisiones.
  La llamada se cortó repentinamente, al igual que la línea, pues el auricular del teléfono se quedó mudo. Las miradas de los presentes se cruzaron dubitativas. El joven gobernador civil empezó a vacilar. ¿Y si los guardias de asalto le daban la espalda? ¿Y si lo entregaban a los militares? El mutismo había invadido la sala y la paranoia acechaba a Francisco mientras sentía una gota de sudor deslizándose, veloz, por su columna vertebral. Aquella calma tensa sólo se vio interrumpida por el golpear de las balas contra el pétreo edificio.

  «Mis ojos, deslumbrados, empezaron a percibir esas extrañas manchas de oscuridad que invaden la vista de quienes osan enfrentar su mirada a la potestad del astro rey.»

 —¡Rápido, a las ventanas! —vociferó el comandante Quesada a sus hombres, quebrando enérgicamente las dudas. La decena de guardias de asalto imitaron a su superior y, pronto, las detonaciones y los silbidos de las balas invadieron el ambiente.
Fuera, las ametralladoras despiadadas hacían fuego. Las sombras de las gaviotas, que sobrevolaban en círculos concéntricos la escena, pasaban sobre el cuerpo de uno de los soldados, caído fulminado por el disparo del más joven de los guardias de asalto. El comandante Quesada reparó entonces en un pequeño pero peligroso detalle. Como un discóbolo, un militar estaba lanzando una granada contra el edificio.
 —¡A cubierto! —gritó el hombre corriendo hacia la parte trasera de la habitación en donde ya se hallaba Francisco. La explosión fue un estruendo que sacudió el suelo de madera. Por fortuna, parecía que aquel pequeño artilugio de muerte había impactado contra uno de los pisos inferiores. El tiroteo se reanudó en un macabro intercambio letal. Sobre el enlosado de la calle, las balas saltaban como pulgas rabiosas. Los lanzamientos de granadas se sucedieron, pero ninguno alcanzó la altura suficiente ni obtuvo sus mortíferos frutos.

 «Para la bolboreta, aquel punto lumínico suponía una llamada hechizante en medio de la oscuridad. Como la hija del dios Helios, la seductora Circe, atraía a su presa con su belleza serena y, a traición, la atrapaba.»

  La aguja del minutero del reloj, colgado del muro intacto del despacho de Francisco, había recorrido por dos veces su circunferencia. Tras dos horas de denso tiroteo, los disparos, extrañamente, se detuvieron. El silencio en la calle era tal que hasta se oía el batir de las alas de las gaviotas desbocadas. Sus graznidos estridentes ponían en tensión los sentidos de los presentes.
 —¿Por qué se han detenido? —preguntó Francisco al comandante Quesada.
 —No lo sé —contestó el hombre incrédulo. A pesar de su férrea defensa, de la abundancia de munición y provisiones, la posición era débil. Si no recibían refuerzos, tarde o temprano, tendrían que rendirse cual Numancia—. Quizás hayan decidido no desperdiciar más balas con nosotros y esperar a que el tiempo haga su trabajo.
 —Muy seguros deben de estar estos cabrones para actuar así —planteó perplejo uno de los hombres.
 —Es que a lo mejor ya cayó Madrid y el resto de España —sugirió otro de los guardias de asalto aprensivo, girando sus ojos hacia la radio.
—Ya no funciona —negó Francisco al percibir el gesto—. No hay luz. Estamos incomunicados.
El gobernador civil acercó su mano doblada a su boca como si estuviera pensando, aunque aprovechara en realidad aquel movimiento para besar discretamente su alianza. Sacó a continuación su pitillera y ofreció unos cigarrillos a los demás hombres. El tabaco crepitó al quemarse tras la honda calada del político que buscaba sosegar su ansiedad. Juana habría sabido qué decir, qué hacer, siempre sabía cómo actuar en cada momento, pensaba Francisco. Pero estaba solo frente a aquellos hombres, sin poder ofrecerles más que unas tristes hojas de tabaco trituradas, envueltas en papel de arroz. El simple recuerdo de su idealizada mujer, sin embargo, volvió a envalentonarlo.
 —Os agradezco sinceramente lo que estáis haciendo por la República, por la ciudad… Esto no es fácil, pero tenemos que resistir hasta que lleguen refuerzos. La República no pudo ser barrida en unas horas. No podemos rendir esta ciudad a los militares. No podemos rendirnos ante el maldito poder de las armas… No…
   Francisco iba a seguir con su manido discurso de aliento cuando una detonación restalló en el edificio, haciéndolo temblar. Un fino polvillo de yeso cayó desde el techo y todos los guardias de asalto corrieron a sus puestos.
 —¡Joder!—maldijo uno de los hombres—. ¿De dónde cojones ha venido eso? —preguntó advirtiendo cómo en la calle los militares mantenían su posición sin que nada en absoluto hubiera cambiado.
  Una nueva explosión fue la única réplica que recibió. Un enorme cascote se desprendió del techo cayendo sobre él, y la sangre comenzó a brotar de su cráneo aplastado. Se podía apreciar la gran brecha que había dejado en su cabeza, taponada por el bloque de piedra y cemento del que un reguero bermellón ambicionaba brotar. Se había muerto tan rápido que su dedo aún hacía ademán de querer disparar su fusil.
 —Nos deben de estar bombardeando desde el cuartel de Parrote con artillería pesada —constató finalmente el comandante Quesada en vista de los acontecimientos, aunque el hombre que había formulado la pregunta jamás escuchó su respuesta.
  Las detonaciones atronadoras se sucedían con virulencia pirotécnica. Como si del último día de Pompeya se tratara, el espeso humo parecía querer quemar las gargantas de quienes ansiaban respirar. Tosiendo y escupiendo, Francisco se acercó hasta la ventana buscando el aire del exterior. Jadeó, percibiendo el siseo de una bala pasar cerca de su oído. Se agachó justo a tiempo para ver cómo un proyectil estaba entrando directamente en el despacho. Reventó la pared sobre la que el reloj se había mantenido en funcionamiento, marcando el compás de aquel combate desigual. Tres guardias de asalto desaparecieron tras el velo de la muerte, conformado por una espesa polvareda de yeso y cascotes tintados con sangre.

«A pesar de las difusas manchas negras que querían nublar mi vista, distinguí cómo el cuerpo calcinado de esa mariposa noctámbula caía pesadamente sobre el suelo.»

 El rostro de Francisco se descompuso descubriendo aterrado aquella escena macabra. Un estridente pitido había reemplazado el estentóreo ruido circundante. Desorientado, el gobernador sentía su corazón latir en la sien. Aquello era una ratonera, un ataúd en forma de elegante edifico. Sus piernas en ese momento respondieron milagrosamente. Alarmado corrió arrancando el mantel blanco de la mesa, y volvió hacia la ventana para agitarlo con vehemencia. Desde ahí, pudo distinguir fugazmente, el cuerpo de una gaviota pegada al suelo con la fuerza de los cadáveres.

Continuará...

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