George, así había decidido
llamarlo ella cuando estaban a solas, en honor a aquel actor hollywoodiense, entusiasta
del café expreso, que la conquistó antes de que le robaran el amor. Sus medidas
perfectas, el sesgo de sus mejillas y rostro angular que acompasaban la
redondez de sus nalgas, la habían decidido definitivamente. Él disfrutaba de
sus tenues caricias, de la ternura de sus grandes ojos, del tacto de sus
cabellos ondulados en contacto contra su cuerpo. La observaba, con la mirada
perdida, mientras ella lloraba pensando en lo perfecto que era él y recordando cómo
el hombre que compartió su vida durante el último lustro la había dejado por
otra.
Él hubiera hecho cualquier cosa
por beber la sal de sus ojos y secar el piélago de lágrimas en el que se había
convertido. La veía irse, al final de cada día, dejándolo a oscuras con sus
pensamientos, soñando con el momento en el que sus dedos volvieran a amarrarse
a sus vértices para desnudarlo primero, hacer de él lo que quisiera y, finalmente,
devolverle sus ropas para dejarlo a solas con la mirada disipada en el asfalto
de la calle. La última vez, sin embargo, simplemente lo había abandonado, para
irse con prisas. Aquella mañana de últimas rebajas, se vio desnudo frente a los
transeúntes, mientras la mano de ella lo agarraba por la espalda para retirarlo
del escaparate de la tienda en la que trabajaba.
Foto del cuadro "Ojo" de Juanan Pascual