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lunes, 23 de mayo de 2016

Bolboreta: El silencio

Hola a todos, en este lunes soleado, seguimos con  "Bolboreta", un relato basado en hechos históricos. El final cada vez está más cerca y para los que no leyeron nada del relato hasta ahora, os dejo un resumen, de menos de 600 palabras, con todo lo sucedido y los pasajes más importante, para que podaís engancharos si así lo desáis.



Si lo preferís, podéis leerlo entero (os llevará como mucho media hora). Aquí empieza y ésta fue la anterior entrada.
Bolboreta: El silencio

Mujer espera enloquecedora y sólo escucha el silencio

«Avancé unos pasos y me agaché para observar el cadáver maltrecho de aquel insecto y, simplemente, lloré. Tantas horas esperando, tanto silencio sin sonido, preguntas sin respuestas, pudieron con mi razón. Cuatro días habían transcurrido con sus inefables noches desde que te había abandonado a la diosa Fortuna. Cuatro días sin ninguna noticia del mundo exterior, pues aquella casa no tenía radio.
Habrás de perdonarme por haberlo estropeado todo al final. La experiencia me ha demostrado cuánta sabiduría encerraban mis viejos prejuicios acerca del amor. Los amantes, desesperados, actúan con singular precipitación y falta de raciocinio. Cumpliendo con aquel primigenio supuesto, no pude escaparme a la telaraña de este simple silogismo aristotélico.
Como aquella mariposa nocturna, perseguí la luz. Bajé corriendo las escaleras y, a pesar de las advertencias de Gonzalo, salimos en busca de un teléfono. Cuando al fin lo hallamos, llamé con exasperado apresuramiento a la Guardia Civil para que me informaran acerca de tu paradero.
 “Claro, señora. Ahora vendremos a recogerla y la llevaremos junto al señor gobernador que está sano y salvo.”
Ésta fue, grosso modo, su respuesta. Nunca creí que pudiera escupir de forma tan insolente sobre la faz de la razón. Definitivamente, habré de confirmar las palabras que mi siempre apreciado profesor, Ortega y Gasset, apostillaba con realismo. “El enamoramiento es un estado de miseria mental en que la vida de nuestra conciencia se estrecha, empobrece y paraliza.” ¿Pero qué hubiera sido de mi vida si no te hubiera conocido y amado?
Como no podía ser de otra forma, unas horas más tarde, estaba encerrada en esta sórdida celda de La Coruña. Tan cerca y tan lejos de ti a la vez.»
Todo había transcurrido en una paradójica miscelánea de celeridad y extrema lentitud. Primero llevaron a Francisco hasta el cuartel de Atocha en donde fue recibido y despedido, en apenas unas horas, por los cáusticos comentarios del coronel Martín Alonso. No había tenido tiempo siquiera de pensar en su nueva situación hasta su traslado a la cárcel de la Torre. Un nombre curioso para una penitenciaría, pues le otorgaba ciertos tintes medievales a pesar de su reciente construcción.
Tras el inicial interrogatorio, imbuido en la asfixiante soledad de su celda, Francisco tuvo cuatro días para reflexionar. Cuatro noches para escuchar, con aprensión, el asesino suspiro de las balas y los gritos de los que se aprestaban a morir fusilados frente al vetusto faro romano. Cada anochecer oía también el graznido penetrante de las gaviotas, batiendo sus alas sobre los techos de la prisión. Aquellos chillidos de las aves parecían una jactanciosa burla. Una ostentosa demostración de la libertad animal frente al encierro de los hombres.
El sol había vuelto a retirarse tras la línea del horizonte con rumbo a tierras más pacíficas, cuando el joven gobernador pudo escuchar el ajetreo de una llave en la puerta de su celda.
Un hombre grueso, vestido con hábito marrón oscuro entró. Lucía una pequeña pero llamativa mancha de nacimiento justo debajo de su ojo derecho que le proporcionaba un perpetuo aire de tristeza. Parecía estar llorando. Con la misma parsimonia con la que avanzaba hacia el joven, el fraile compostelano empezó a hablar:
—No le queda mucho tiempo, hermano. Ha llegado el momento de encomendar su alma a Dios.
—¿Mi alma a Dios? —aquello fue como un golpe, un gancho de derecha directo a la boca del estómago. Francisco sintió sus piernas temblar primero y luego, un terrible sentimiento de incomprensión—. ¿No hay… juicio? —preguntó anonado.
—Sólo vengo a cumplir con mi deber. No tengo más información que la de tener que confesarle —contestó Fray Bonifacio, lacónico.
Francisco se sentó en el camastro tomándose la cabeza entre las manos. Tras unos minutos de silencio, se acercó los dedos a los labios y besó su alianza. Volvió a alzar su mirada azulada hacia el fraile que había tenido la decencia de no interrumpirlo.
—Habla, hermano, despréndete de las cadenas de tus pecados para hallar la paz.
—Déjese de sus discursos preconcebidos. No tengo ni ganas ni paciencia —rezongó Francisco— Es otro interrogatorio en realidad, ¿no? Una forma de sonsacarme una información que ya os entregué, pues no hice nada de lo que tuviera que avergonzarme.
Había mentido en realidad en algunos datos, paraderos, como el de su mujer.
—Debería creer en el secreto de confesión —Fray Bonifacio se quedó callado, ofendido, durante unos segundos—. ¿No va a confesarse? ¿No quiere estar en paz con Dios? —preguntó incrédulo el fraile.
—Guárdese su confesión y déjeme pasar mis últimas horas en paz —escupió Francisco con rabia contenida.
—Yo de usted, hermano —aquella palabra sonaba especialmente irónica en los labios del religioso en ese instante. Su mancha de nacimiento, que recordaba una lágrima derramándose, parecía ahora más de indignación que de lamento—, me lo pensaría. Si se confiesa, tiraremos a la cabeza, si no lo hace, será a la barriga.
«La realidad es que perdí la cuenta del tiempo desde que estoy encerrada en la cárcel. Todos los días son iguales, taciturnos y solitarios. No hay sol, no hay noche, sólo esta maldita bombilla que nunca se apaga y no deja de recordarme la muerte de esa bolboreta nocturna: mis errores. Quisieron hablar conmigo al principio. Horas de preguntas sin sentido, de palabras revueltas, de humillaciones, burlas odiosas y luego, como pregonaba mi profesor de música, al sonido le sucedió irremediablemente el silencio. No sé cuántas redondas fueron expresadas en el pentagrama, aunque sí sé que los militares tuvieron un extremo mal gusto al componer tan odioso réquiem.
He dado vueltas hasta llegar a este momento, como si mientras escribiera pudiera postergar la realidad, como si relatándote nuestra historia, la reviviese y llegara a creerme su desenlace, o incluso, cambiarlo. Pero no.
Hace unos días entró un hombre por la puerta. No se regocijó en su labor. Fueron unas pocas y escuetas palabras para decirme que… te habían fusilado. Decirme que has muerto, que ya no estás en este mundo, que…»
Juana mantuvo su pluma en alto, obnubilada por el peso sus propias palabras.
«Tras su brutal anuncio, me entregó sin dilación una nota tuya. Si el número de lecturas gastara el papel, esa carta sería ya polvo y olvido.»
La bibliotecaria abrió lentamente su mano izquierda, encontrando ahí, una pequeña hoja arrugada. Su mirada se posó sobre aquella última carta que cruzaría nunca con Francisco, una despedida:
«Has sido lo más hermoso de mi vida. Donde esté y mientras pueda pensar, pensaré en ti. Será como si estuviéramos juntos. Beso tu anillo una vez cada día. Te quiero. Paco.»[1]

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Ilustración de Alexandra Levasseur



[1] Nota de Francisco Pérez Carballo a su mujer, conservada por los familiares de los protagonistas.

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