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lunes, 27 de octubre de 2014

Defixio: la resaca

Hoy es un lunes soleado y os  presento un nuevo capítulo de las aventuras de la inspectora Iria Aldekoaotalora y del asesinato de un arqueólogo que sostenía una antigua maldición romana entre sus manos.
Comparto este capítulo antes de una pausa en el blog. No es del todo real, pues iré publicando una historia a la que tengo particular aprecio, a lo largo del próximo mes, pero pretendo centrarme en la escritura de una novela, y para hacerlo, estaré menos activa por la blogosfera, hasta que llegue diciembre.
Os dejo, por lo tanto, con otra entrega de Defixio.
Y para los despistados, y los que quieran engancharse, la historia empieza aquí y lo habíamos dejado en este punto.

Defixio: la resaca


La cabeza de la inspectora Iria Aldekoaotalora Figueiroa estaba a punto de estallar, como un vaso de cristal ante el canto de la Castafiore. Su rostro se mantenía pegado a la almohada con la fuerza del sueño, mientras vislumbraba mediante la grieta de sus párpados aún cerrados, como la luz se filtraba a través de las rendijas de las persianas, para impactar contra su retina que, en aquella mañana, sufrían de fotofobia aguda.
Su mente era una miscelánea similar a un revuelto de huevo con nocilla y chorizo, en aquel momento no conseguía situarse.
Sí, aquello era su cama, y sentía como su saliva impregnaba ahora parte de su pálida mejilla salpicada de pecas, tras haber huido de la comisura de sus labios resecos durante su pesado sueño. La inspectora intentó abrir los ojos, pero aquellos párpados pesaban más de lo acostumbrado.  En su cabeza tenía lugar un concierto de gaitas gallegas sin que pudiera darle ninguna armonía.
¿Cómo había acabado así? Un cúmulo de imágenes, olores y sonidos se sucedían en su cabeza sin orden alguno. Como en un anagrama iban tomando un sentido u otro según su mente las situara. Las mismas letras conformaban "monja" y "jamón" pero entre ambas palabras mediaba un abismo, así que debía esforzarse para detener el festival de gaitas desafinadas de su mente, buscando una coherencia que se le antojaba quimérica.
Recordaba ir al Jaco's Bass, aquel antro en el que estaba el cadáver de un profesor de Arqueología, Pablo Bahamonde. También vino un detalle morboso a su mente: aquella placa de plomo que  el cadáver sostenía en su mano y resultaba ser una maldición romana. El que la había descifrado era Andrés, Andrés Dovalle que, como un fantasma del pasado, había reaparecido en su vida con los hoyuelos de su sonrisa y sus rizos dorados, para recordarle lo que había sido y no era, lo que hubiera deseado y lo que era.   En su mente se dibujó el brillo en su mirada azulada cuando, espejo en mano y dándole vueltas por estar aquella inscripción grabada en círculos concéntricos, descifró el mensaje de aquella pequeña placa de plomo que contenía las siguientes palabras:

"Contra Pablo Bahamonde Lago que parió Ramona, a él, ante el numen de los dioses infernales y el de Bytybajk, yo lo consagro y lo dedico como víctima. Que todo lo que haga le salga mal, que con vuestra ayuda no duerma, que se abrase enloquecido, que pague el mal con su propia sangre. Dioses infernales, Bytybajkz os encomiendo sus miembros, sus cabellos, sus ojos, su boca, su cuello, su corazón, sus pulmones, sus intestinos, su pene, sus piernas, sus dedos, su sombra. Dioses infernales, Bytybajkz, matadlo, exterminadlo, aniquiladlo en el curso de este año"

Definitivamente, aquel caso iba a darle trabajo. Aquella inscripción parecía obra de un pirado que tenía algún tipo de rencor hacia aquel arqueólogo. Ese hombre, tal como había dicho Andrés, parecía haberse granjeado enemigos a espuertas y probablemente acumulara las malas acciones, por las que habrían realizado aquella dedicatoria a los dioses infernales y al nombre de una entidad que no lograba recordar en aquel momento, y que resultaba tan impronunciable como su propio apellido.
Lo extraño de todo aquel caso era que, en el fondo, ni siquiera estaban seguros de que hubiera caso. Existía un cadáver, en efecto, pero bien podía ser un suicido obligado, por lo tanto un homicidio, o una pelea seguida de un suicidio. Todo estaba en el aire, y nada era seguro.
Iria se frotó los párpados. Sentía la garganta y la boca más seca que el desierto de Atacama. Extendió el brazo y encontró una botella de agua. Bebió su contenido, como si hubiera atravesado aquel páramo seco de Chile.
Recordaba haber emplazado a Andrés para aquella misma noche, con la excusa de la investigación… De los viejos tiempos. Entre medias, fue a la comisaría, redactó el tedioso informe de turno e, incluso, a la hora de comer, había ido a casa de sus padres. Sus padres…
Su madre era de un pueblo de Ourense, como más de medio Vigo  ―el otro medio simplemente se dedicaba a negar su origen auriense―. El caso de su padre era diferente. Él era de Euskadi y emprendió el viaje inverso a muchos gallegos emigrados en su tierra.  Se enamoró perdidamente de aquella joven ourensana, de pelo rojo y sonrisa ladina, que estudiaba en un colegio de monjas regentado por una tía suya, en las denominadas, por entonces, Vascongadas. Él la había seguido a su tierra de origen y, como tantos otros, encontró trabajo en la ahora ciudad más grande de Galicia, Vigo, una urbe de nuevo cuño que se jactaba de haber sido la primera de la península en liberarse del yugo francés de Napoleón, y que, irónicamente, sustentaba  buena parte de su economía en una fábrica de coches del renovado invasor.
Y ahí se detenía el origen del misterio del impronunciable apellido vasco por el que, de niña, cuando más rudo era el conflicto, habían llegado a tachar a Iria Aldekoaotalora, de terrorista.  La ahora inspectora siempre diría, al recordar aquello, que por eso odiaba a los niños y no quería engendrarlos.
El rebumbio de los pensamientos de Iria, volvió al presente. Se mesó la sien y consiguió que sus párpados se desprendieran de las pegajosas legañas, para separarse los unos de los otros. 
Tras salir de la comisaría habían ido con varios compañeros de trabajo, a tomarse unas cervezas para celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Cuando quedó con Andrés, algunos colegas surgieron de la nada para incorporarlo al grupo, muy a pesar de su deseo. Y luego…. Luego no era capaz de hallar el orden del anagrama, todo era confuso y borroso.
Recordaba el sonido de su zippo encendiendo varios cigarrillos en la calle, la espuma de la cerveza en su nariz, la queja musical de un fan de John Boy, el dulzor del licor café contra sus labios mojados, el toque orgulloso de la guitarra de The Edge, el amargor del Gin Tonic, sus brazos balanceándose redescubriendo el otro lado de los Red Hot, la sal del tequila, la voz desbocada de un Hallelujah versionado por Jeff Buckley, un suspiro… Y de repente, un ronquido que la sacó de su profunda disgregación.
 Iria, incorporada, parpadeó y se echó la mano a la cabeza. No podía ser… "Otra vez, no" Aquellas palabras se repitieron  en su mente, como un martillo neumático rompiendo varias gaitas desafinadas. A su lado volvía estar el mismo hombre, pero ahí no estaba su arqueólogo del pasado, Andrés Dovalle, no, a su lado y roncando, estaba otro hombre.

*****

Vicus Eleni, Marzo del 49 d.C

Lucio esperaba, paciente, abrigado por la oscuridad. La lluvia penetraba por los meandros de su piel y corrompía sus huesos. Y entonces la vio a ella, aquella belleza esbelta, joven y lozana, con una piel tersa que deseaba acariciar, y un rubor en las mejillas que expresaba la vida. Sin pensarlo, se arrebujó bajo la capucha de su manto. Su corazón aun latía, lo sentía golpeando contra su pecho, clamando por su savia.
El agua de la clepsydra parecía haberse estancado en medio de su descenso. La lluvia, abundante, semejaba suspendida en el aire y el olor a pescado putrefacto de la cercana salazón se hacía irresistible. El tiempo se había acabado, la espera ya no tenía sentido.
Con los pies calados y embarrados Philtates observaba las tinieblas de la noche, sin alcanzar a desentrañar su misterio. Se dio la vuelta sobre si misma, como una cuádriga huyendo de su perseguidor al filo de la curva de la espina del circo, pero todo pasó demasiado rápido. Una sombra, un movimiento veloz, un cosquilleo en su cuello y un corte certero que separaba su yugular y hacía la sangre brotar, incontenible, desbocada, como un caballo escapado del resto del tiro por accidente.
Philtates quiso, en un automatismo, echarse la mano sobre la profunda herida, como si con aquello pudiera evitar que la vida se escapara. Pero ésta se escurría de entre sus dedos ensangrentados. Buscó los ojos de su verdugo, y en medio de la lluvia y de la sal de sus ojos, le pareció verlos grises y fríos. Balbuceaba, odiaba a aquellos ojos y una pregunta se repetía de forma constante en su mente
―¿Por qué? ―consiguió finalmente balbucear, mientras sentía el sabor de la sangre llenando su boca.
Iba a morir y lo peor era ser plenamente consciente de ello. Su vista, de forma  irremediable, se nublaba, mientras sus rodillas se doblaban. Entre sus dedos, por mucho que luchara, la vida huía, lentamente. Escuchaba el latir de su corazón en su cabeza. Al principio, su pulso se había acelerado pero, ahora, se iba volviendo más y más lánguido.
La muerte, poco a poco, atrajo su cuerpo hacia la tierra enfangada. Lucio acarició su piel suave, mezclando con sus dedos la sangre y el barro sobre su rostro, en una tenue caricia. Acercó su oído al pecho de la mujer, escuchando como su respiración se iba apagando, como la vida se fugaba de aquellas mejillas llenas de juventud.
El hombre, en una extraña combinación de calma externa y consternación interna, esperaba el último hálito.
Cuando el último resuello se escapó de entre los labios de la joven esclava, Lucio estaba besándola con fruición, disfrutando de cada matiz de aquel instante único y bebiendo ,con desesperación, el aire que se escapaba por última vez de sus pulmones. 

Continuará...

lunes, 20 de octubre de 2014

La lista en braile



Tras uno de los mayores aguaceros que recuerdo, hoy es un lunes soleado en el que parece que el verano pide una última oportunidad. Esta semana vuelvo a participar con un relato corto de menos de 500 palabras en el divertido reto planteado por Ramón Escolano en su blog jukeblog, llamado "Te robo una frase" y que consiste en introducir en un texto de creación propia, una frase elegida previamente
Esta semana, la frase seleccionada es: "La persona que había al otro lado era una mujer joven. Muy obviamente una mujer joven. No había manera posible de confundirla con un hombre joven en ningún lenguaje, especialmente en braille." , sacada de la novela Mascarada de Terry Pratchett.

Allá vamos, espero que os guste.

La lista en braile



Me sentaba en la misma mesa, de la misma terraza,  de la misma cafetería, cada mañana. Me escondía detrás de un periódico y de las ondulaciones del vapor de un café con leche, mientras esperaba esa anhelada perfección visual de formas y contornos. Quería sosegarme con su delicadeza cual drogadicto esperando su dosis. El mundo entraba en una extraña penumbra  y me encontraba como un ciego buscando a tientas entre tinieblas.
Y entonces, como cada mañana, observaba como salía del portal de su casa, deslizándose sobre la acera de enfrente.
La persona que había al otro lado era una mujer joven. Muy obviamente una mujer joven. No había manera posible de confundirla con un hombre joven en ningún lenguaje, especialmente en braille, a pesar de contar con una belleza casi andrógina. Su rostro angular y su cabellera cortada a la garçonne se contraponían con unas curvas perfectas en las que perderse mientras cruzaba la calle contorneando unas caderas a las que soñaba amarrarme.
Animaba mi visión sembrando luces, rescatándome de la oscuridad  y se convertía en un chute del que me había hecho adicto tras cada despertar.
Procuraba sentarse siempre en la misma mesa, la miraba de reojo y veía como ostentaba aquella sensual juventud, cada mañana, a la sombra de un tejo centenario que centraba la terraza. Siempre se pedía  un cappuccino acopiando sus carnosos labios, como en un beso, para entregar  tibieza a la infusión y apartar la espuma. Disfrutaba viéndola, deseándola y emborronaba el crucigrama del periódico con un bosquejo de su estilizada figura.
Aquella mañana, al fin, me había armado de valor. Estaba de pie en la distancia, observando como las finas hojas del tejo filtraban los rayos del sol que abrazaban su piel. Tomó asiento. Sopló sobre su café. Entreabrió los labios y tremoló, levemente, al sentir como el capuccino despertaba su cuerpo al penetrar por sus entrañas. Yo mantenía mis ojos clavados sobre ella. El viento mecía un mechón de sus cortos cabellos mientras calaba sus gafas de sol, escondiendo esas pupilas emborronadas en la cotidianidad de la pantalla de un teléfono móvil.
Entonces, tras semanas, al fin lo hice. Fue un simple soplo silencioso que rasgó el aire. No sé aún a quién había molestado. No es mi trabajo preguntarlo, pero tuve que desintoxicarme de forma acelerada. Desde mi posición, en lo alto de un edificio cercano, desmonté el rifle y su parafernalia para guardarlo en su funda, y me fui, mientras mi vista se opacaba tras el velo de unas gafas oscuras  y la lista de mis deseos quedaba grabada en mi mente en braile, sin que nunca aprendiera a descifrarla. 


lunes, 13 de octubre de 2014

Defixio: secretos en el barro

Hoy es un lunes lluvioso como tantos lunes de otoño. Hoy es 13 de octubre, un día que huele a velas quemadas y tartas de fresas, un día de deseos al soplar y sonrisas risueñas. Hoy es una fecha marcada a fuego en mi mente desde mi más tierna infancia porque es el cumpleaños de mi hermana y le dedico este pequeño capítulo de la serie Defixio que, intuyo (soy toda perspicacia), le gustó hasta la fecha. Espero que siga siendo así.

Y para los despistados y los que quieran engancharse. La historia empieza aquí y lo habíamos dejado en este punto.

Defixio:  secretos en el barro


Iria observó a Andrés con detenimiento escuchando lo que acababa de decir, inmiscuyéndose en sus ojos que le devolvían un reflejo suyo, perdido en el tiempo, en un pasado remoto y malgastado. Sacudió la cabeza.
―¿Un espejo? ¿Para qué quieres un espejo?
El seguía absorto en aquella tablilla, en las maldiciones y perdiciones, en un pasado milenario que le apasionaba y que daban a aquellos ojos, como espejos del alma, un brillo peculiar.
―Esto es como una novela de Dan Brown, salvo que aquí no me invento esto para ser más fantasioso y misterioso. A ver, ¿podemos coger ya esa tablilla de manos del…
Andrés volvió a fijarse en el cadáver de su antiguo profesor de Arqueologia y sintió como a pesar de la emoción del momento, a pesar de lo mal que le había llegado a caer, el estómago le daba un vuelco y su contenido amenazaba con desparramarse como el lodo tras una inundación.
―¿Estás bien?― interrumpió Iria, al reparar en cómo aquellos ojos habían perdido de súbito parte de su viveza.
―Sí, sí… Es sólo… ―el arqueólogo tomó aire y resopló― Por un momento había olvidado que era un cadáver que además, por muy capullo que fuera, conocía.
―Sí un capullo. No me gustaba nada cómo miraba y su bordería intrínseca en clases. Era un estirado altivo, incluso de joven.
―Y sí sólo fuera eso… ―negó Andrés― Vas a tener sospechosos a raudales. El tipo ese era un viejo verde. Fueron bastante sonados, dentro del mundillo, sus fotos a los escotes de estudiantes voluntarias.
―¿En serio? Aún así no debería ser motivo para matar a nadie a pesar de ser asqueroso. Bueno, en realidad, nada lo es.
―Sí, bueno, pero súmale otras muchas cosas como su trato degradante hacia algunos de sus empleados, el hecho de que fuera un explotador, su poca ética profesional.
―¿Empleados? ¿Pero dejó la universidad?
―No, no, lo compaginaba con una empresa de Arqueología. Contrataba a personal recién licenciado y los ponía a trabajar muy por debajo de las tarifas del convenio arqueológico. Ellos tenían los pies en el barro y él el rostro al sol. Y además estaban las cuestiones ética. Corre más de un rumor acerca de yacimientos enterrados bajo el lodo y cemento sin que este tipo pestañeara. Así es como resultaba ser el favorito de muchas constructoras. Tiraba los precios y, por encima, se dejaba untar…
―¿Y nadie lo denunció? Es increíble. En la facultad somos los primeros en hablar, y ¿luego?
―Luego los que menos te esperas se convierten en explotadores a su vez y así se retroalimenta el sistema. No se puede competir contra quien tira los precios. La profesión pierde su dignidad y ética. Además nadie quiere denunciar de forma aislada, dar la cara por todos, llevarse el trabajo de recopilar pruebas, y así es cómo tipos como Pablo Bahamonde salen ganando.
―Lo de ganar es relativo ―dijo la inspectora, arqueando una ceja y desviando la mirada hacia el cadáver.―¿Y tú?
―Cierto…. ―había contestado a lo primero― Y yo… Nunca trabajé con él, ni falta que me hace. Cuando era recién licenciado le había pedido trabajo a este buen hombre. Me contestó con desdén que pertenecía a una nueva generación de "arqueólogos mercenarios", simplemente por pretender cobrar por trabajar… Yo nunca quise saber nada más de él. Si la gente que sí trabajó con él, no lo denuncia. ¿Qué voy a hacer yo?
―Ya bueno…―contestó Iria con dudas pero sin querer insistir en este tema― La verdad es que nos deja un gran abanico de posibles sospechosos, siempre que estemos ante un asesinato, que está aún por ver. ―la inspectora se giró hacia Alfonso, el médico forense ―Tenemos desde posibles promotores corruptos a empleados rencorosos.
―Habla por ti ―contestó el forense― A mi me basta con tener que determinar si fue asesinato o no, y algo me dice que va a ser difícil  poder afirmarlo o desmentirlo.
En aquel instante la conversación fue interrumpida por varios policías que escoltaban a una mujer de aspecto elegante pero sobrio. Emanaba un aire de perpetua seriedad que devenía en una tristeza permanente. Todos se quedaron observando la escena. Fueron unos minutos de presentaciones y breves conversaciones hasta que aquella mujer, la jueza instructora del caso, permitió que se levantara el cadáver de aquel hombre que tantos enemigos se había granjeado a lo largo de los años.
Con las manos enfundadas en unos guantes de latex, Andrés Dovalle observaba detenidamente el reflejo de la pequeña tablilla de plomo que con tanta fuerza agarraba el cadáver de Pablo Bahamonde, unos minutos antes. Su ceño se frunció mientras descifraba y traducía, lentamente, la palabras incisas en el plomo. Observaba como aquel verbo maldito dibujaba círculos concéntricos y sólo conseguía entenderse mediante el reflejo del espejo que permitía descifrar su misterio. Finalmente, sus labios se despegaron para hablar y desvelar a su antigua compañera, la inspectora Iria Aldekoaotalora, el contenido oculto tras aquellos extraños signos grabados en el metal.

*****

Vicus Eleni, Marzo del 49 d.C

El camino que descendía del castro hasta el nuevo poblado era un barrizal lleno de charcos, agua, fango y excrementos. Era común que algún que otro zapato quedara atrapado por el barro, dando fe del hambre de aquella tierra fértil que tragaba agua como un resacoso frente a una jarra de agua.
Philtates avanzaba sintiendo como la lluvia, desatada, golpeaba violenta su piel tersa. El aire helado nocturno le hablaba de miedo y oscuridad.   Ella era una esclava y sin embargo había llegado a aquel rincón del convento lucense sin siquiera desearlo, lejos del hogar que la vio nacer, en Turín, lejos de la casa en la que creció, en la capital lucense, de sus queridos compañeros de penurias, y lejos de su dueña a la que peinaba con esmero tratando de reproducir las cabelleras más en boga del Imperio, domando, con esmero, las ondulaciones de su encrespada melena.
 Siempre escuchaba sus desvelos, sueños frustrados, penas del corazón. El penúltimo momento de desasosiego de su ama, la había llevado hasta aquel barrizal en medio de la noche, en busca de un rico comerciante de aquella villa. Aprovechó la oscuridad de la noche para despistar la escolta que la acompañaba desde Lugo por seguridad, pero los secretos de su señora eran lo más importante.
El viento y la lluvia batían inclementes contra su piel suave, joven ,sobre la que el agua resbalaba para caer desde la punta de su fina nariz hasta el suelo. Traían también consigo aromas a mar y a sal, tripas y pescado, corrupción y descomposición.
Philtates acababa de dejar atrás la fábrica de salazón cuando la oscuridad quiso atraparla. El viento la envolvía. Sintió un escalofrío. Sus ojos trataron de penetrar la negrura y el agua. En medio del silencio de la noche, la lluvia batía contra el barro y los pies de Philtates se hundían lentamente.  Alguien, entre las sombras, la observaba.


Continúa aquí

lunes, 6 de octubre de 2014

Me cansé del dolor, de las acciones de la carne

Bendito invento el paraguas que nos ampara de esta lluvia otoñal que amenaza con tragarse los últimos coletazos del verano. Esta semana, antes de seguir con Defixio, vamos a apretarnos un poco bajo el paraguas para dar cabida a un invitado, Frank Spoiler, cuyo blog: http://frankspoiler-alma-sin-destino.blogspot.com.es/ y página web personal os invito a visitar.
Por mi parte, si no queréis perder la costumbre de los lunes (más siendo uno lluvioso y frío)  podréis encontrar mi entrada en el blog de Frank: un poema, llamado la blasfemia.

Y como lo prometido es deuda, dejemos que Frank Spoiler nos cuente su historia con su poesía. Espero que os guste tanto como a mí. 


Me cansé del dolor,
de las acciones de la carne




Me cansé del dolor
de las acciones de la carne
y del ingrato sabor
de los no besos de nadie.

Vacíos insondables
de un alma que se agotó,
se resquebrajó de sentir...
y se fundió de cuanto amó.

Me hastié de sufrirme,
de herirme sin sangre.
De manejar mi histeria
y de morir un instante cada día.

De soportar la soledad
y ejercer sobre mi esencia
una culpabilidad sórdida y fría,
aquella que transgredí sin ser mía.

Quiero beber hasta hartarme,
hasta sentir que mis entrañas
vibran y se hinchan
hasta explotar y dejar de existir.

Me cansé de dolerme y quejarme,
de luchar sin poder...
un poder que no comprendo,
de una injusta razón para morir.

Quiero contar aquí mi historia,
una verdad desapasionada y doliente
de un fracaso o tal vez, de un ocaso...
¡el de mi propia muerte!


  Frank Spoiler