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lunes, 30 de mayo de 2016

Bolboreta: el efecto mariposa

 Hola a todos. Hoy fue un lunes en el que se vislumbraba entre las nubes un camino hacia el verano. Seguimos con Bolboreta. Este es el penúltimo capítulo y si aún quereís engacharos a esta historia, estáis a tiempo. Os dejo un resumen de unas 600 palabras.

Si preferís tomaros el tiempo de leer esta historia entera os llevará una media hora de vuestras vidas, que, espero juzguéis, os habrá valido la pena.  Aquí empieza y ésta fue la anterior entrada.

Bolboreta: el efecto mariposa


Composición de mariposas que crean un efecto mariposa

«Ya no puedes pensar. Sólo vives en el recuerdo, en ese pequeño cuerpo que crece en mí y que no conocerá a su padre y quizás ya no nacerá. ¿De qué vale nacer en un mundo como éste? En el que la libertad es barrida por las armas, en el que el pensamiento es encañonado, tiroteado y asesinado sin piedad.
Esto ha sido como lo que, recelo, te ha matado: un disparo súbito y fugaz, esperado y preciso, un impacto justo entre las cejas.
Nunca creí que la mandíbula pudiera dolerme de tanto llorar, pero, a pesar de ello, mi llanto prosigue sin sentido real, pues no te devolverá a este mundo. Hay algo en mi pecho que no me deja respirar, una opresión que comprime mi corazón como si fuera una esponja exprimida con fuerza que vertiera lágrimas. Quizás debiera abrir lentamente mis venas con esta pluma, derramar mi sangre en vez de mis sollozos para morir y abandonar este absurdo lugar. Desistir de escribir estas insensatas líneas; esta carta a nadie… esta respuesta a tus palabras desde ninguna parte. Pues Dios no existe y si tenía el más mínimo atisbo de duda, ha desaparecido ante el cadáver de esa bolboreta nocturna calcinada, ha dejado de existir junto con tus pensamientos…»

Un chiflido acompasó el movimiento de Juana al arrancar las hojas de la libreta en la que había escrito su «carta a nadie». Las observó perdida en medio de sus sollozos. De repente, las rompió, desgarró y destrozó, como si al convertir el papel en un confeti para una fiesta macabra, pudiera vengar la muerte de Francisco.
Las horas siguieron y, nuevamente, encerrada en el círculo vicioso de la percepción, al silencio le volvió a suceder el sonido. Los goznes de la puerta de su celda chirriaron y giraron.

*****
—No me devolvieron su alianza… No me devolvieron nada. No sé siquiera en dónde está su cuerpo —afirma Juana mirando hacia las gafas redondeadas de Victorino Veiga.
Diez días han pasado ya desde que la liberaron de la cárcel. No le dieron ni una explicación. Sola, desesperada, en la calle, y con la única obligación de no residir en la capital provincial, había sido acogida por Victorino Veiga, compañero de partido de su marido y amigo, en su casa de Culleredo.
—Sé que te estoy pidiendo un imposible, Juana, pero no debes recordar lo que ha pasado. Tienes que poner tu vista en el futuro, pensar también en tu hijo. Mañana nos iremos de aquí.
Juana parece no haberle escuchado.
—No necesito una tumba para rezar pero sí para creerme que está muerto. Un lugar en el que pueda despedirme de él. Decirle simplemente adiós. Si pudiera cavar yo misma ese hoyo para que mi cuerpo se embriagara en el esfuerzo y mi mente lograra descansar… Él pudo decirme adiós, pero yo…—suspira—. Y se dicen cristianos. No hay una tumba en donde llorar —baja la mirada—, ni me quedan fuerzas para hacerlo.
Victorino, incómodo, remueve la cánula de su pipa.
—Entiendo que todo esto es duro Juana, pero el tiempo, los años y me atrevo a decir que la Historia, pondrán a cada uno en el lugar que le corresponde. Nosotros ahora tenemos que salir adelante, sobrevivir.
—Sobrevivir… Madrid no ha caído y venceremos. Algún día, asistiré a la muerte de esos asesinos retrógrados —asevera Juana manteniendo su mirada incrustada en los pequeños anteojos circulares de Victorino—. Pero ¿hablar de Historia a estas alturas? Ellos han pisoteado las reglas del juego. Sin embargo, quizás, nunca supimos crear las adecuadas. —Un suspiro es exhalado de entre los labios de la bibliotecaria—. He tenido tiempo para pensar en la cárcel. Algunos de los ahora fieles a la República han transgredido esas reglas también. Recuerda cómo se pusieron las cosas en el treinta y cuatro… No hemos sabido evitarlo, no hemos afianzado la democracia y ahora… Ahora lo estamos pagando con sangre tan roja como algunas de las ideas que se pregonaron. La historia juzgará todo eso también… —chasquea su lengua—. O no —ríe muy levemente con obvio cinismo —, y a decir verdad, ahora mismo, me importa un comino la Historia y su huella indeleble en la consciencia de los hombres.
Victorino no sabe qué decir ni qué hacer para ayudar a la mujer.
—Necesitas descansar Juana. La cárcel, lo que le ha pasado a Francisco y también tu embarazo. Luego verás todo con más perspectiva.
—¿Perspectiva? Recuerdo cómo Ortega me decía, cuando aún era alumna, que el hombre es capaz de modificar su contorno en el sentido de su conveniencia… Quizás un día pueda ver esas ingestas forzadas de aceite de ricino como una ayuda para mi sistema digestivo.
Juana se queda callada durante unos largos y pesados segundos. Victorino, mientras tanto, inunda la habitación con las tortuosas líneas de humo que emergen de su pipa. Los ojos de la mujer siguen el recorrido fantasmagórico de éstas hasta que, finalmente, se posan en su propio cuerpo. La visión de su redondeado vientre produce un inesperado efecto mariposa en su mente.
—Perspectiva… —reenfoca la mujer pensativa—. Quizás pueda lograrlo a la postre. Empezar de nuevo… Será como lanzar una moneda al vuelo y ver si tengo suerte. Tendré que ser como Sísifo, y esperar que no vuelva a deslizarse la piedra…
Sin embargo, todo acaba cayendo por su propio peso. Los vasos se rompen al chocar contra el suelo, la hierba se moja al llover, las piedras ruedan pendiente abajo y las monedas, lanzadas al aire, se caen presentando una cara o la cruz.
Tres sonoros golpes doblan contra la puerta de la casa de Victorino Veiga. Todo ocurre con una rapidez inusitada. Unas palabras, unas protestas, y Juana Capdevielle sube a un coche rodeada por dos guardias civiles.

—¿A dónde me llevan? —pregunta. Pero no hay respuestas, sólo el transitorio silencio resquebrajado por el zumbar del motor del auto. 

Continúa aquí

Imagen procedente de: http://www.laciudadviva.org/blogs/?p=14644

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