Translate the rain

lunes, 31 de marzo de 2014

El vértigo de la mariposa


Hoy es un lunes a la lluvia, estrenamos una nueva imagen y os presento una poesía, recién salida del horno con teclado. Espero que os guste.



El vértigo de la mariposa

Confundiendo  el hoy y el ayer,
el arrebato tiñe tu pupila.
Fumando el cáncer hasta al amanecer,
el olvido destiñe en mi retina.

La madera cruje y aguanta,
diáfana meta de lo entrañable.
La cuerda  tensa  frente a la diana,
olvida el pasado implacable.

La memoria desayuna miedo
en el reverso del párpado.
El hambre siembra la duda
en la cara oculta del alma

Entre palabras la flecha se dispara
en la diana. El vértigo de una mariposa
que cuenta los infinitos segundos
para volar buscando recuerdos moribundos.

Al alba la sal del rocío
 impregna las pestañas, .
y se ríen de su albedrío
las sombras de las alimañas

Se mezcla el olvido con lo vivido
escuchando lo que nunca quiso ver
y con el inconfesable sueño
de quien sabe vivir con el ayer.

lunes, 24 de marzo de 2014

¿Para quién escribimos? De mi ombligo al lector universal


Hay una luz curiosa sobre la ciudad en este lunes. El sol brilla debajo de las nubes que filtran su claridad, arrojando un tinte cobrizo sobre los edificios. Hay una especie de juego, diría que ciclotímico, entre luz y sombras dejado al albedrío del viento que empuja las nubes, como si fuéramos víctimas de los avatares de su carácter. Ahora mismo estoy escribiendo por el gusto de hacerlo, hablando sobre todo y sobre nada, como dos vecinos que se encuentran en un ascensor y charlan sobre los regateos del sol y la lluvia. Cuando le puse ese nombre al blog, supongo que también había algo de eso, del poder hablar de todo y nada, de la lluvia y del sol, de dudas intrascendentes según quienes las percibiera, compartir relatos sólidos o inconsistentes, todo con un motivo, por el mero placer de escribir. 

Pero ¿para quién escribo? ¿Para quienes escribimos? ¿Es un acto egoísta o altruista? ¿Lo hago mirando hacia mi ombligo o al de los demás? La realidad es que me plantee esta reflexión a raíz de una entrada anterior de este blog . En aquella ocasión hablaba del por qué escribir y al hilo de los comentarios me surgió esta nueva duda: escribir, sí, pero ¿para quién? Están los que dicen, que sólo escriben para ellos y los que sueñan con pegar un pelotazo y encabezar las listas de bestsellers, sin contar que probablemente tengan más éxito de hacerse millonarios acercándose a un estanco para echar un euromillones que escribiendo, pero ese es otra cuestión.

A priori, cuando abordamos el tema por primera vez, podemos llegar a pensar que hay un importante ejercicio de onanismo al escribir. Al igual que los arqueólogos hemos vendido ―y seguimos vendiendo a la sociedad― el estereotipo del arqueólogo paciente, armado de su pincelito que va desgajando cada grano de tierra del anterior como si viviera excavando un sempiterno yacimiento del paleolítico inferior, el escritor tradicional es, para mí, ese ser atormentado, heredero de Baudelaire, que con una copa de absenta en una mano y la pipa de opio en la otra, nos habla de la oscuridad y las mentiras del mundo. Es ese escritor que escribe para él, en un ejercicio de profunda catarsis, visitado por las musas, como quien espera entregarse a un ángel vengador para expresar toda su rabia y horror.

Una vez tomé absenta y os puedo confesar que no recomiendo la resaca de ese licor de fuego anisado ni a mi peor enemigo. De un mismo modo, aunque es cierto que podemos expresar todos los arrebatos de nuestra mente guiados por el impulso de las musas, lo más probable es que guardemos ese escrito escondido entre un rincón de nuestra alma y la carpeta del cajón desastre de nuestro ordenador.

Un autor puede explorar sus emociones, examinar su alma, pero lo que hallará en su proceso catártico será algo personal que, probablemente, no presente interés para los demás per se, ya que ni siquiera será algo especialmente original. Incluso escribiendo sobre cuestiones introspectivas el escritor tiene que ser capaz de superar la mera descripción sino que tiene entenderla y mirarla con cierta perspectiva.

Si lo que se quiere es compartir un escrito hay que superar el "para mí" y escribir en dirección a los demás, para que puedan entenderlo y compartirlo, haciendo presente al lector virtual y provocando de esta forma la empatía. Hay que dar un andamiaje, un orden, una estructura, pensar si lo que escribimos puede ser o no entendido, comprendido, asimilado y regurgitado por el otro, incluso si lo que escribimos puede ser de su interés o si le vamos a aburrir o no. Pero entonces ¿seguirá siendo un acto personal?

Para Sartre, el escritor escribe para el "lector universal", y es un intermediario. Desvela la sociedad y ésta viéndose y sintiéndose vista decide si tiene que cambiar o no. Me parece que Sartre otorga un papel muy preponderante a cualquier acto de escritura literaria, pues no siempre existen implicancias reivindicativas. De un mismo modo, el hecho de querer compartir un escrito y, por lo tanto, tener que buscar la perspectiva del otro aparte de la propia, no desemboca en la negación del disfrute personal. Al escribir, soy mi primera lectora, jueza y censora. Pongo algo en perspectiva y lo hago propio a la vez. ¿Cómo no disfrutar en un proceso tan simple y contradictorio a la vez? ¿Tan personal y social? La cuestión, para mí en realidad, no es saber si se escribe para uno mismo o para los demás, sino encontrar el justo equilibrio entre los ingredientes y saber escribir para uno mismo (porque nada tendría sentido de otra forma) y para los demás.


Fotografía de Frédérique Laclos

lunes, 17 de marzo de 2014

La mirada del otro (parte III)

 Tras un día a la carrera aquí tenéis la tercera y última parte del relato que encontré en el baúl de los recuerdos.(parte Iparte II)


Los meses se fueron sucediendo en aquel infierno italiano. La toma de Montecassino se había convertido más en una cuestión de honor que en una de estrategia. Cientos de soldados norteafricanos habían caído para que el camino hacia Roma se abriera desde otros frentes.

Un último esfuerzo para alcanzar la morada de los justos, el paraíso que suponía Montecassino. Un último sacrificio pagado con más sangre, les había pedido su general, prometiéndoles nuevamente la gloria, así como días de vino y rosas.

Faysal soñaba en su puesto de guardia, sintiendo el cálido aire del mes de mayo golpeando su rostro. Observaba con detenimiento el cielo nocturno. Las estrellas eran las mismas que las que alumbraban con su destello las dunas de su desierto natal. La luna seguía ocultando su otra cara y le observaba, transmitiendo el mismo sosiego de siempre, mientras iluminaba. las montañas a las que todos ansiaban llegar.

*****

Los gemidos de Ettore no dejaban de atormentar a Chiara que escuchaba, cual Dante entre las ánimas del purgatorio, su eterno lamento que iba a enloquecerla. La joven aún jugaba inconsciente con las cuentas del rosario que le había legado su madre y que mantenía aferrado con la fuerza de la desesperación entre sus manos. Había rezado toda la noche a la Virgen y a todos los santos pero, como en el infausto día del nacimiento de Ettore, de nada le habían valido sus plegarias.Los alemanes habían entrado en su casa, comido su alimentos y llevado todo lo que habían podido... inclusive a su padre. Confió en que volvería sano y salvo pues nadie como él conocía los montes en los que los malditos alemanes quisieron internarse.

Las cuentas del rosario chocaron una y otra vez entre los dedos crispados de Chiara, al compás de los sollozos de Ettore que parecía ahogarse. De fondo, sólo se escuchó durante horas el silencio de la noche. hasta que una profunda hendidura rajó ese mutismo coral. La vieja Brunetta gritó desesperada sacando a Chiara de un trance en el que volvería a enterrarse durante semanas.

Los días habían transcurrido y la victoria aliada era cada vez más cercana, pronto les salvarían del constante saqueo. Chiara albergaba también el sentimiento de que, con ello, su familia sería vengada. La joven observaba el plácido cielo estrellado recordando las palabras de su padre en una noche similar a aquella. Le había explicado que en la cara oculta de la luna estaba la radiante sonrisa de su madre. Chiara perdió sus ojos en el infinito, buscando hallarlos a ambos. Tras la silueta de aquellas montañas, regadas por la luz mortecina de las estrellas, quizás estuviera quien vengara a su padre.

*****

Las caras despojadas de los montes laciales dominaban el serpenteante río agitado en su descenso que languidecía en una pequeña ensenada. El sol, amenazado por unas nubes, fraguaba de cobre los verdes pastos en flor y la robusta arbolada añeja de la que pendía la colorida colada que Chiara iba tendiendo. La joven, con destreza,  frotaba la ropa contra una piedra ya pulida por el uso con una pieza de jabón para retirar cualquier rastro de suciedad.
 Montecassino había caído. Tras el espeso follaje de los árboles, Faysal observaba a aquella chica y al niño que la acompañaba jugando junto al río. Las mujeres de aquellas tierras eran diferente, y esta joven tenía una melena rubia llamativa y unos gemelos tan redondos como la barriga de una mujer encinta que nada tenían que ver con las prostitutas de los burdeles.

De repente, de entre los matorrales circundantes salió otro hombre. Faysal lo conocía, era un compañero de batalla que se arrojó sin escrúpulos sobre aquella preciosidad al alcance de su mano. El joven argelino sintió un hormigueo recorriendo su cuerpo de pies a cabeza. No podía dejar que aquella belleza sufriese a manos de aquel bruto.
―Dejala en paz ―gritó Faysal en árabe mientras Ettore todavía no había tenido tiempo de reaccionar y observaba atónito la escena. Chiara aprovechó aquel instante para golpear la entrepierna de su asaltante que se encogió y revolcó ante el tremendo golpe. La italiana con el vestido medio desgarrado observó asustada a Faysal. El argelino intentó acercarse a ella pero la chica se echó, como una fiera herida hacia atrás. Las miradas de ambos se cruzaron en aquel preciso momento. Chiara tenía miedo, no había agradecimiento en sus ojos que nunca habían visto  a una persona con rasgos como los de Faysal.

El argelino notó esa mirada decepcionada, prejuiciosa; inaguantable. El soldado agarró con fuerza el brazo de Chiara manteniendo sus ojos de color avellana, fijados en los suyos. Negó un instante. Cualquier atisbo de compasión se había desvanecido tras observar su gesto, el mismo que el de las francesas tras liberar sus pueblos a costa de la sangre de los suyos.

Ettore, de repente, corrió con furia asesina derribando a Faysal al suelo de un salto salvaje, como un piojo hambriento de sangre. Sin embargo el argelino le propinó un sonoro y brutal golpe seco en el rostro que dejó al niño inmóvil y tendido sobre la hierba. Incrédula,con rabia desmedida, Chiara se echó sobre aquel extranjero. Faysal, tras el  mordisco y los arañazos, tomó las muñecas de Chiara con ímpetu, clavando nuevamente sus ojos en los de la italiana.

El otro soldado, mientras tanto acababa de levantarse y simplemente se rió al observar los últimos acontecimientos.

―Asi que querías también tu botín ―negó ―Hay para los dos―dijo acercándose a ambos

Faysal observaba la mirada aterrada de Chiara y concentró toda su fuerza en la bofetada que iba a descargar sobre aquella mujer. Sintió, a continuación, un agradable cosquilleo en su mano. Una leve sonrisa aliviada iluminó su rostro. Golpeó repetidas veces su cara, sus ojos, mejillas, nariz, boca, dientes como si con aquello pudiera borrar aquella mirada de su mente. La sangre brotaba profusamente,  acompañada de un alarido de dolor desesperado de la joven campesina.

Aquello encendía, más si cabía, la libido de ambos hombres reprimida por años de lucha por una causa que nunca había sido realmente suya. Para Faysal aquello era el cuerpo de Saïd calcinado, el golpe a su rostro y a su ego que le propinaron por reclamar la misma comida que sus supuestos compatriotas, los permisos que nunca llegaron, sus sueños de ascenso frustrados. Tanto sufrimiento, el  horror, tantas mentiras e hipocresía de los blancos bien merecían un pago. El general Juin, les había hecho una última promesa. Les juró que, tras aquel maldito monte, todo les pertenecería durante dos días con sus noches.  Una única proclama cumplida que reavivaba, aún más, la furia de Faysal. 

Chiara, trémula y asustada, trataba de huir, pero Faysal la agarró por su ondulada melena rubia atrayéndola violentamente hacia él. y arrancándole de un tirón al vestido. Las lágrimas se entremezclaban con la sangre en los ojos hinchados de la joven italiana que no era capaz de entender los acontecimientos y observaba el cuerpo inmóvil de su hermano.

 La muerte, Dios y sus plegarias, aquel que vendría desde Montecassino para vengar a su padre y liberarla; todo eran sueños absurdos, tan incongruentes como aquella mano indecorosa que sin miramientos penetraba en su intimidad. Una insensatez, al igual que el sentimiento de suciedad que ni el agua podría exorcizar. Tan irracionales como el vómito que se escapaba de entre sus labios tras las violentas embestidas contra su garganta mientras una silenciosa demencia la embargaba, sintiendo ahora, las furiosas arremetidas de los argelino contra su malograda virtud. Chiara quería despertar, huir, aullar, desvanecerse; quería morir. Faysal al fin, podría volver a vivir.

 La campiña se postraba vehemente, aullando en un mutismo cadencioso colmado de violencia. La brisa fecunda del crepúsculo penetraba el alma de los presentes, mientras la naturaleza entera se conmovía,  emanando de sus entrañas mancilladas, una lluvia amarga de sueños frustrados.

Nota para quienes no conozcan los acontecimientos históricos que rodean este relato:

La toma de Montecassino durante al final de la Segunda Guerra Mundial está envuelta en una importante polémica. Los Goumiers del cuerpo originario del Norte de Africa (por entonces colonia), usados como carne de cañón por el ejército francés  fueron acusados de numerosos crímenes de guerra: destrucción de pueblos, robos  y violencia pero sobre todo de violaciones masivas (y asesinato de los que trataban interpornerse) En 1950 la Unión de Mujeres Italianas, organización de mujeres comunistas habla de alrededor de 12 000 víctimas. El senado italiano por contra, habla en 1996 de 2000 mujeres violadas y 800 hombres asesinados. El hecho es que este suceso marcó profundamente la sociedad italiana hasta el extremo en que  desde entonces  la expresión “marrocchinare” se usa  como sinónimo de violación.
Estas violaciones perpetradas en masa en los alrededores de Montecasino se desarrollaron en dos días solamente y sólo son comparables en su intensidad a otro episodio similar como los crímenes soviéticos en la batalla de Berlín.
Se habla, incluso, de un posible discurso del general Juin al que hace referencia el relato a sus tropas para alentarlos antes de la batalla:

“Más allá de los montes, más allá de los enemigos que esta noche matareis, hay una tierra abundante y rica en mujeres, vino y casas. Si conseguís pasar más allá de esta línea sin dejar un solo enemigo vivo, vuestro general os promete, os jura, os proclama: esas mujeres, esas casas, ese vino, todo lo que encontrareis será vuestro, dejado a vuestro placer y disfrute durante 50 horas. Y podréis tenerlo todo, hacerlo todo, tomarlo todo, destruirlo y llevarlo todo, si venceis, si  os lo mereceis, vuestro general mantendrá su promesa, si obedecéis por última vez antes de la victoria”

lunes, 10 de marzo de 2014

La mirada del otro (parte II)

Sigue el relato y se acerca el desenlace. 



El eco del mortero se había apagado. Faysal miró un instante sus pies viendo sus ya desvencijadas botas cubiertas de nieve. Las golpeó varias veces contra el suelo como si con aquel gesto pudiera sacudirse el frío. Aún se preguntaba cómo alguien podía vivir en semejante país helado.  No conocía ninguna planta de las que le rodeaban en aquel  gélido bosque francés, pero pronto les darían un permiso y podría volver a su país.

Los meses se habían sucedido. Faysal percibía las gotas de agua deslizándose por su cara como si del lecho de un río se tratara. Estaba ahí plantado, con sus botas en medio del barro y el agua calando sus calcetines. A lo lejos vio entrar un autobús. Estaba repleto de franceses blancos que volvían de permiso. Él vertía su sangre por Francia pero había seguido ahí, todo este tiempo, en medio del frío, la nieve y la lluvia, mientras los pies negros, tal como llamaban a los franceses metropolitanos, volvían al país, a su país.

«Libertad, igualdad, fraternidad» Aquellas palabras golpeaban contra su sien como los martillos de la carpintería en la que trabajaba de niño. Y recordaba, claro que recordaba, una y otra vez. 

―No hay naranjas ―le habían un dicho un día en la cantina.
―Sí que las hay.  El de ahí las tiene, y este otro también. ―contestó al chico de cocinas que lo miró de arriba abajo con una leve sonrisa de lado.
―Este es francés y tú eres un "bougnouls" de mierda, así que pírate y deja de molestar.
Faysal había sentido su sangre bullendo y se echó sobre el joven, golpeándolo con toda su alma. En ese mismo momento, sintió como le retorcían el brazo y la sangre corriendo sobre su rostro como la maldita lluvia que estaba calándole hasta los huesos en aquel mismo instante. Luego la oscuridad de la inconsciencia y la humedad del calabozo. .Los meses se habían sucedido. El ansiado permiso no había llegado… Al menos para ellos no. No  había barcos para todos y éstos se necesitaban para trasportar tropas al frente
.
Pronto se reunirían con mas tropas en Montecassino. Esa era la meta que debían alcanzar, la sagrada meca, la puerta del camino de los aliados hacia Roma. Sus actos quedarían escritos con letras doradas en los libros de Historia. La gloria sería para todos, les había arengado el general Juin, pero él seguía sin ascender a pesar de sus esfuerzos y el chico de cocinas era ahora su sargento.

*****
El frío invierno había transcurrido. Con el renacer de la primavera llegaban las primeras cosechas, y con ello, más comida. Chiara había logrado al fin acumular algunos alimentos en la dispensa. Tenían algo de harina para hacer pan y queso de cabra.

La italiana canturreaba mientras de vez en cuando miraba por la ventana, viendo como su padre y su hermano estaban haciendo más leña para la cocina. Aquel día iban a comer algo más que raíces, queso o pan. Aquel día tenían carne. Había removido cielo y tierra para que Ettore tuviera el cumpleaños que se merecía. Se acercó a la humeante olla para deleitarse. Su sonrisa se renovó al  captar el aleteo de su nariz el aroma de las especies. Tomó la cuchara de madera para remover el guiso sin poder resistirse a probarlo.

Chiara estaba soplando sobre la cuchara de madera regodeándose en el momento. De repente, interrumpió su gesto, había escuchado algo, unas voces. Miró por la ventana. Su corazón golpeó su pecho pidiendo auxilio y su respiración se detuvo. Tres pares de ojos desconocidos acababan de posarse sobre su figura.

*****

La supuesta gloria tenía un coste muy alto. El miedo invadía cada recodo del alma de Faysal mientras arreciaba la batalla por el dominio de Cassino. Se hallaba sentado, hecho un ovillo en un cráter aun humeante causado por un obús, cubriéndose la cabeza  mientras la tierra y la sangre lo salpicaban. El ruido ensordecedor de las siseantes balas, de las mortales bombas, granadas y minas, tronaba una y otra vez, enajenándolo. Faysal no paraba de repetir aquellas palabras que le había enseñado el imán de su ahora más que nunca lejano pueblo.

―Allah,  grande y misericordioso, amo del universo y clemente, guíame por el recto camino― imploraba reiteradamente, redoblando a la vez, su esfuerzo por resguardarse el rostro y la cabeza bajo sus manos temblorosas y su fusil. No sabía distinguir, en aquel instante, el fuego amigo del enemigo. Sentía un sudor asombrosamente frío resbalar por su frente bajo su casco metálico que, aquel día, parecía pesar más que nunca.

―Sal de ahí Faysal! Sal de ahí o vas a morir, hermano! –gritaba Saïd sacudiéndolo y tratando de arrastrarlo a la fuerza.

 En un escaso segundo todo había cambiado. El cuerpo de Saïd había sido proyectado a varios metros de él, tendido en el suelo convertido en un amasijo de carne calcinada. El rostro de Faysal se descompuso  viendo al que había sido su amigo, mientras un estridente pitido había reemplazado el estentóreo ruido circundante. El argelino sentía su corazón contra su pecho pidiendo auxilio mientras miraba a Saïd. Volvió entonces su vista hacia Ahmed y Fadel, muertos minutos antes. Sus piernas, en aquel momento, respondieron milagrosamente. Dios había escuchado sus plegarias.

 Faysal gritaba con toda la fuerza de su alma y de su rabia, corriendo hacia la boca del lobo, el enemigo. Las letales balas de su fusil se sucedían una tras otra, cayendo varios oponentes en la distancia. Una neblina había invadido sus sentidos, y sin saber muy bien cómo, se había unido a la vanguardia y había alcanzado su posición, encontrando el recto camino.

*****

Ettore entró corriendo en lágrimas escondiéndose tras Chiara. La joven rodeó con uno de sus brazos  a su hermano pequeño.

Las tres miradas cobraron cuerpo y se convirtieron en hombres riéndose de la reacción de aquel crío y apuntando directo a la cabeza de su padre. Chiara no entendía nada. Hablaban. un idioma gutural que era incapaz de entender, pero no le gustaba ver como sus rostros a medida que aquellas «¿palabras?» se sucedían, se volvían cada vez más serios. Uno de ellos cambió de objetivo dejando de apuntar al padre de Chiara para fijar su arma sobre la italiana.

Los tres desconocidos altos y mas rubios que ninguna persona que hubiera visto la joven vestían un uniforme color verde musgo con un águila bordada en sus pechos. El que la apuntaba sonrió y gesticuló hacia Chiara. mirándola a los ojos. Su corazón batía desbocado contra su pecho, sin saber a quién pedir auxilio.

―Padre nuestro que estás en los cielos, ayúdame.


lunes, 3 de marzo de 2014

La mirada del otro (parte I)

Esta semana os dejo el principio de un relato histórico sacado del baúl de los recuerdos. Espero que os guste.


La campiña se despertaba lánguida, bostezando en una exhalación colmada de paz. La suave brisa del alba mecía el sueño de los presentes, mientras la naturaleza entera se animaba abrazando, sus virginales cimas, los sueños de los durmientes.

Faysal estaba cabeceando en su puesto de guardia. Se incorporó de golpe al escuchar el estruendo de la guerra. Desde su posición, aquella locura parecía una fiesta con fuegos artificiales, como los que iluminaban el firmamento de Argel los 14 de julio. «Las bombas, otra vez las bombas ¿Es que nunca se callarán?»  Pero nunca se callaban y no dejaban que el joven argelino pudiera cerrar los ojos y, siquiera oníricamente, conseguir el permiso que tanto ansiaba para volver a ver su añorada tierra. Su madre patria era Francia y bajo la bandera tricolor, símbolo de libertad, igualdad y fraternidad, combatía día y noche.

Faysal Zuhair había nacido en un pueblo de la provincia de M'Sila, en el sur de Argelia en 1925, desde el que se podía divisar las dunas doradas del incipiente desierto.

Las cabras balaban advirtiendo antes que los hombres el cambio que se avecinaba. Parecía una mañana como cualquier otra para el joven Faysal cuando el ruido de los motores se impuso sobre el golpear del martillo contra la madera. El chico interrumpió el pequeño arco figurado que había formado en el aire su muñeca, mirando al aire buscando una respuesta en los sonidos desconocidos a lo que estaba aconteciendo.

― El techo no te responderá, Faysal. Corre a ver lo que pasa ― le ordenó Kader a su aprendiz.

 El polvo se levantaba ensuciando las piernas de Faysal, recubiertas por un pelo aun fino que delataba sus escasos dieciocho años. Cuando llegó a la plaza, el chico se quedó maravillado, observando con detenimiento a los soldados que habían llegado con sus relucientes fusiles y sus impresionante ropas y botas. Aquellas botas militares resplandecientes con su suela de resistente caucho,  cordeles entrelazados y sus ribetes de cuero, le habían embelesado. Faysal nunca había visto semejante cosa.

Se abrió camino entre la multitud que se había agolpado para poder observar con más detenimiento lo que estaba ocurriendo. Pudo escuchar entonces, como un hombre blanco de fino bigote se había adelantado para hablar reclamando a los jóvenes unirse a la lucha, requiriendo a los hombres liberar a la madre patria de la perfidia nazi. La arenga exacerbada había provocado un griterío de algarabía entre la muchedumbre.

Faysal miró a su alrededor  viendo como los soldados estaban montando una mesa  sobre unos caballetes. Se dirigió hacia su pequeña casa de adobe para buscar sus escasas pertenencias, acortando sus pasos presurosos, la distancia que le separaba de ésta. Una nube polvorienta se había formado tras él delatando su itinerario.  “Francia… La madre patria” había pensado Faysal. Desde su más tierna infancia recordaba como en la escuela le habían enseñado sobre sus antepasados los galos, el inmortal rey sol o la gloriosa revolución y los valores de la República. Todos eran iguales bajo la bandera tricolor, todos tendrían las mismas oportunidades luchando por ella y liberando al país. Sabía que su madre le recordaría que su abuelo nunca había vuelto de la Gran Guerra pero no quería que sus sueños se escapasen.  Por fin vería las verdes praderas que mil veces había soñado e imaginado (no sabía como algo podía ser tan verde) Al fin vería la torre Eiffel, aquella mole metálica, dominando el cielo de París en todo en su esplendor. Y por fin también, podría ayudar a su familia enviándoles dinero para que sus hermanas tuvieran un buen matrimonio.

*****

Chiara estaba tumbada sobre su cama mirando al techo de su habitación. Trataba de dar forma a las manchas de moho y de humedad que lo salpicaban. Ocupaba su mente en la sonrisa de Mario en la fuente, el baile que había echado en la fiesta de San Bartolomeu con Gabrielle o el leve roce de la mano de Aldo en la Iglesia , aunque en realidad, aquello no le hacía olvidar su pensamiento primordial;  tenía hambre, y los continuos  gorgoteos de su estómago no dejaban de recordárselo.

Chiara Molinari había nacido hacía 16 años, en un pequeño pueblo italiano de la montaña lacial. Era una joven alta para su edad, cuyas curvas empezaban a dibujarse con voluptuosa feminidad. Sus ojos melados finalmente iban a cerrarse cuando un estruendo la despertó.

 – ¡Las luces!¡ Vuelven las luces!

Aquella voz inconfundible era la de Ettore, su hermano que apenas contaba siete años. Los dos vivían con el padre de ambos, Gianni, que trabajaba como jornalero. A Chiara le costaba recordar la voz de su madre que había muerto cuando apenas tenía nueve años, al dar a luz a su hermano. Desde entonces  se había convertido en la mujer de la familia aunque trataba de amarrarse a su juventud. .
La chica se levantó de la cama rápidamente

 – ¡Ettore, vuelve a casa! No ves que esto no es un juego, niño estúpido – gritó corriendo y dándole un azote enérgico en las nalgas. 

A pesar de lo que le había dicho a su hermano, la joven se quedó observando el espectáculo formado por las parpadeantes luces mortíferas. Le recordaba a los fuegos que echaban en las fiestas antes de la guerra, aunque sabía que no iban a bombardear su pueblo. ¿Qué interés podían tener las cabras para los alemanes o para los aliados? Pero aquel ruido la dejaba  intranquila. Aún resonaba en su mente el eco de su viaje a Roma para visitar a la tía Regina.  El ruido de aquella sirena y el estertor de las bombas habían encogido su alegría.

El pequeño Ettore estaba mirándola sin entender
 – Tengo hambre – dijo el niño. Chiara lo abrazó, acariciando su fina cabellera castaña. Tomó su mano y ambos entraron en la casa.

*****

El eco del mortero se había apagado. Faysal miró un instante sus pies viendo sus ya desvencijadas botas cubiertas de nieve, golpeándolas varias veces contra el suelo como si con aquel gesto pudiera sacudirse el frío…