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lunes, 17 de noviembre de 2014

Bolboreta: Ojo por ojo y todos somos ciegos

En este lunes en el que la lluvia hace un pequeño impás, seguimos con las venturas y desventuras de Juana y Francisco. 
Bolboreta: Ojo por ojo y todos somos ciegos



«Nos casamos unas semanas después del anuncio de tu nombramiento. Fue una mañana de marzo, en la que los techos de Madrid eran agasajados con la misma etérea luz del día en el que realmente nos conocimos. La ceremonia civil fue sencilla, sin grandes alardes, y contaba con la presencia de quienes verdaderamente apreciamos y queremos.
Pronto llegamos a La Coruña, presidiendo el desfile del 14 de abril. La ciudad no era el remanso de paz que hubiera presupuesto, sino la viva imagen de este país. No tardó en iniciarse la campaña electoral para la aprobación del Estatuto de autonomía. Pusiste todo tu esfuerzo y empeño en aquel referéndum. El ambiente era de euforia para algunos, de miedo para otros y de profundo rechazo para un pequeño sector de la sociedad. A pesar de ello, tus interminables horas dedicadas a esa agotadora campaña, tuvieron su fruto con una victoria abrumadora.
En medio de tanto movimiento, algarabía y rechazo, de grandes noticias para nosotros, no he podido disfrutar como hubiera deseado de estas lejanas tierras; del hechizo del mar, del encanto de una ciudad de cristal en la que el a veces esquivo reflejo del sol, sobre las infinitas galerías, ilumina la torre que marca el legendario sepulcro del malogrado gigante Gerión
                                        
El tintineo de los cubiertos se había detenido devolviendo el comedor al silencio. En aquel 19 de julio de 1936, el verano parecía haber ganado la batalla tras una primavera que el joven matrimonio intuyó perenne. Un calor húmedo se había impuesto desde hacía unos pocos días. Las ropas semejaban pegarse a la piel y el sudor, servirles de adhesivo.
—¿Qué vas a hacer, Paco? —preguntó la mujer rompiendo el transitorio silencio—. Esto cada vez tiene peor semblante. La ciudad se está convirtiendo en un hervidero. La fortuna quiera que la locura desatada con este alzamiento militar no llegue a buen puerto.
—Casares acaba de dimitir—contestó Francisco taciturno como si hubiera dado una verdadera respuesta. No parecía una simple casualidad que aquel joven prometedor fuera nombrado gobernador civil en la ciudad de la que era oriundo Santiago Casares Quiroga. El que había sido elegido, pocos meses atrás, como presidente del gobierno era para Francisco, un verdadero mentor.
—Casares es una gran persona, todos lo sabemos. Nadie duda de su trabajo y en el Estatuto de Autonomía de Galicia perdurará su legado… Bueno, si estos desgraciados no tratan de impedirlo a punta de pistola —aclaró lo último negando—. Pero también tienes que ser consciente de la verdadera situación y él no parece querer enfrentarse a la realidad. He leído en la prensa que llegó a decir que si los militares se han levantado, él se va a acostar —citó Juana incrédula—. ¿En qué cabeza cabe negar la realidad? Hay militares sublevados en media España. Nadie quiere una guerra civil, pero ahora es necesario defender la legalidad constitucional.
Francisco suspiró.
—Esto es un absoluto sinsentido —sentenció el hombre tomándose la cabeza y masajeándose la sien—. Parece que aquí impere la ley de la selva y del Talión juntas. Cada cual quiere demostrar que es más fuerte y cada golpe es devuelto con más ímpetu. Ojo por ojo y todos somos ciegos —se quedó en silencio durante unos instantes antes de seguir, tratando de reunir fuerzas para hilvanar sus propias palabras—. La tensión es incontenible. Llevo dos días con Caridad Pita dando vueltas por todos los cuarteles tratando de sosegar ánimos —explicó nombrando al general jefe de la Brigada de Infantería con sede en A Coruña. Aquel hombre era uno de los pocos altos mandos en los que Francisco confiaba—. Y entiendo que la gente esté preocupada, tensa, incluso rabiosa, pero ¡maldición! si les entrego armas, les daré argumentos a los militares para que se unan a la sublevación. Y… quemar ahora la Iglesia de San Pedro Mezonzo de Cuatro Caminos, no fue precisamente la mejor idea.
Tres golpes secos resonaron en aquel momento contra la puerta del comedor. Como un pájaro de mal agüero, el gesto serio del hombre que acababa de llamar y se asomaba, no daba cabida a buenas noticias. Francisco, fatigado y disgustado a la vez, tiró su servilleta sobre la mesa y con grandes pasos salió de la habitación.
Aquella noche parecía un compendio de suspiros para cuando el joven gobernador civil volvió a entrar. Juana lo observaba expectante, preocupada en realidad ante aquella tormenta que amenazaba con liberar el arsenal de rayos de Júpiter y que ni Santa Bárbara aparentaba querer detener.
Francisco volvió a sentarse, buscando con nerviosismo su pitillera para tomar de su interior un ansiado cigarrillo. Tras el rasgar del fósforo y el consecuente nacimiento de una trémula llamarada, aspiró una honda calada.
—Paco, por Dios, ¿dime qué demonios está pasando? —inquirió Juana nerviosa ante el mutismo de su marido.
Una serpenteante neblina de humo acababa de invadir el aire más próximo a Francisco que, al fin, volvió a hablar:
—Parece que todo lo que pueda hacer no sirve de nada. Ellos siguen erre que erre, cueste lo que cueste… Resentidos reaccionarios —pronunció lo último lentamente y con rabia subyacente—. Un buen puñado de militares se ha reunido en una fonda de Cantón Pequeno… conspirando e intrigando. Al parecer, mañana se unirán a la rebelión. Acaban de huir de un grupo de militantes socialistas por el patio de luces, como las ratas cobardes que son.
Francisco se tomó la frente con su mano libre, quedándose callado y meditabundo. Juana, por su parte, tampoco dijo nada. Las noticias no eran alentadoras.
—Tienes que irte de la ciudad, Juanita. Sabes que te respeto, pero ahora la situación es cada vez más peligrosa.
—Pero no quiero dejarte solo —insistió la mujer—. No quiero y no puedo hacerlo, y menos en un momento como éste.
—No eres tú sola, Juanita. También está el niño… —alegó mirándola a los ojos mientras posaba, con suavidad, su mano sobre el vientre de la mujer que mostraba una innegable curvatura —. No me lo perdonaría si algo os ocurriera.



lunes, 10 de noviembre de 2014

Bolboreta: la vida es sueño

En este lunes lluvioso sigo con el Nanowrimo a buen ritmo y también con el relato que empezó la semana pasada: Bolboreta. Espero que os guste.
Y para los que se perdieron el inicio del relato, la historia protagonizada por Juana y Francisco empieza aquí y la habíamos dejado en este punto.

Bolboreta:  la vida es sueño


«En apenas unos instantes, me habías entregado un presente incorpóreo que, sin embargo, rozaba la eternidad; una hermosa palabra.
   Bolboretas, volvoretas, nunca supe muy bien la forma en la que se escribe este vocablo, pero resonó a mis oídos como un regalo. Evoca tantos otros conceptos: volveré, voltereta; bolbora en vasco, que significa pólvora; belbellita del latín, que expresa la belleza; vol en francés que explicita el vuelo, formulando la ingenua libertad concedida a las afortunadas mariposas, extrañas a las enajenaciones humanas. 
   Me enseñaste aquel día, unos versos del poeta Curros Enríquez que tradujiste gentilmente para mí al castellano, aunque dejaras una sola y única palabra en su lengua original. Nunca podré olvidar su sonoridad, equilibrio y aquel brillo apasionado en tus ojos azures al recitarlo:
“Bolboreta de alitas doradas
que te posas en la cuna vacía,
pues por él me preguntas,
ya sabes, qué fue de mi niño.
¡Oh, bolboreta libre, donairosa,
galante, seductora!”.
   No obstante, a tenor de lo ocurrido, puede parecer curioso que desde siempre hubiese aborrecido el amor. Cuando leía una historia romántica, sentía un fuerte latido en la sien que me obligaba a abandonar el libro. No soportaba esos cuentos, caricaturescos y dramáticos, en los que los protagonistas se contagiaban de una necedad provocada por la cegadora pasión: Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Los Amantes de Teruel, tonta ella y tonto él.
   Contra todo pronóstico cuarteaste, con tu discurso apasionado y una simple palabra, una coraza armada con precisión a lo largo de muchos años de militancia feminista que se jactaban de ese tipo de comportamientos naífs. Nada te dije ni nada demostré pero redoblé, con fingida casualidad, mi esfuerzo en el implemento del servicio circulante de lectura que me permitía verte y conocerte, dedicándote unas supuestas visitas de cortesía.
Tras el alta médica, vinieron los encuentros en el Ateneo, las charlas sobre política y los ríos de sangre que habían corrido en este país. Un 28 de diciembre, dos meses después de su infausto encierro y como si de una alegre inocentada se tratara, llegó la noticia de la liberación de Azaña. Obviamente, la celebramos.
   He vivido en muchos lugares, en Pamplona, donde me crié, en Francia, Alemania, Bélgica o Suiza, pero mi ciudad es diferente. Es un lugar sin noche. Cuando repican las doce campanadas en la Puerta del Sol, en ausencia de éste, Madrid sigue bullendo con el murmullo de su gentío imperecedero. Farolas encendidas, vendedores de diarios y loterías, cafés abiertos en los que el tiempo parece haberse detenido a media tarde.
Bajamos hacia Cibeles para ir a la Cervecería de Correos. Aquélla fue una cena de risas y canciones, percibidas a través de la espesa neblina del humo y de las destilaciones que invadían, poco a poco, el ambiente y los sentidos. Y entre tanta bruma, salí al refrescante encuentro de la que, desde las riberas del Manzanares, había cubierto con su espeso manto la noche madrileña.
   En la vida existen diferentes tipos de besos. Unos son fugaces, otros fruto de la costumbre, algunos tienen un sabor amargo, y también, existen los ni se advierten. Pero hay besos que siempre se recuerdan. El de aquella noche lo guardo en mis labios, mi cuerpo y mi mente. Aquel beso de una noche de los Santos Inocentes lo convoco, cándida, hasta esta celda, para sentir tu apoyo, para que no me deje deseándote.»

   La pluma de Juana se detuvo en el aire mientras paseaba su mirada por el techo para observar las manchas provocadas por la humedad de aquellas tierras del Norte, más alejadas que nunca de su feliz Madrid. Cerró los ojos, impulsando el aire hasta sus pulmones para seguir escribiendo.

   «Unos días más tarde, volvieron a tañer las doce campanadas en la Puerta del Sol para dar la bienvenida a 1935. Tú seguiste con tu actividad laboral. Parecías no tener techo. Con tan sólo veinticuatro años, ya eras letrado oficial en el Congreso de los diputados, profesor adjunto de Derecho Romano, y estudiabas arduamente para conseguir ser catedrático. Tú eres el ejemplo de que los tiempos han cambiado, quizás demasiado rápido para algunos, de que a pesar de ser el hijo de un ferroviario, de no entrar por los cauces del caciquismo y del clientelismo, se pueden alcanzar grandes metas.
   Yo seguía con mi trabajo en las bibliotecas. Siempre encontrábamos un hueco para vernos, y si por alguna extraña razón no lo hallábamos, quedaban las cartas que no dejaban de cruzarse a pesar de vernos casi a diario.
   Aquellos días son los visos de un parque en flor, el ajetreo de ruidosas tertulias en abarrotadas cafeterías, el tacto de la mullida hierba al tumbarse, el silencio de un atardecer, el olor del café mezclándose con el aroma de tu tabaco. Aquí en Galicia hablan de meigas, sin embargo Madrid arroja una hechizante mezcla de colores, atrapando y resguardando en su embrujo chulapón pero cosmopolita, a cualquiera que la conozca.
   Era una delicia pasear por el Retiro, deambular sin prisas por la Gran Vía. Recorríamos, en aquellas muchas veces frívolas tardes, los grandes almacenes de la Sepu, los escaparates de la tienda de Asunción Bastida y los días, indefectiblemente, se apagaban en el Madrid-París descubriendo los tesoros que nos brindaban las actuaciones de Luis Marquina, Jean Gabin o Antoñita Colomé. Unos instantes ensoñadores de vida artificial que mecían nuestras horas, y nos alejaban de un cotidiano menos gris de lo que jamás lo había percibido. Como creía Segismundo, mi vida iba transcurriendo como si fuera un sueño, del que yo no quería despertar. Mi mundo había hallado un nuevo impulso pero también el país.»

   Desde el centro de la Plaza Mayor de la capital de la República, sólo se percibían unas pocas estrellas que parecían, cual luciérnagas, salpicar el cielo de luz con su delicado brillo. El repiqueo de los tacones de Juana acompasaba perfectamente el paso de Francisco que se mantenía callado.
   —¿Qué te pasa, Paco? Te noto preocupado
El hombre tardó unos instantes en despegar sus labios.
   —Hoy hablé con Casares Quiroga…
   —Lo haces casi a diario.
  —No, no… Pero esta vez ha sido diferente —concluyó Francisco tomando aire. Volvió a callarse, mientras Juana lo observaba deteniendo su marcha—. Me ha dicho que me van a nombrar gobernador civil de La Coruña.
Juana le sonrió acariciando su mejilla.
   —¿Y cuál es el problema? Son buenas nuevas. Claro que…—se había quedado casi sin aire al reparar realmente en las consecuencias de aquel anuncio.
  —Claro que me tengo que ir hasta La Coruña y… —suspiró Francisco—. Quisiera que vinieras conmigo… No puedo ir hasta allá sin ti. Entiendo que supone dejar la biblioteca de la facultad y la del Ateneo, alejarse de Madrid pero…—negó abiertamente—. Yo… si no vienes, me quedaré aquí —titubeó para hablar entonces atropelladamente—. Cásate conmigo, Juanita. Ven conmigo a Galicia. Sé que no soy de tan buena familia como tú, que aquello queda muy lejos pero…—Pero a Francisco le costaba encontrar las palabras adecuadas.
   Juana mantuvo sus labios sellados durante unos pesados segundos. Toda su vida, sus estudios, sus conocidos, sus años de trabajo entraban en liza en una cruel pugna contra un simple e insensato sentimiento. Sin embargo, como los amantes que tanto había denostado, sufrió entonces un impulso que la llevó a abandonar la razón pregonada reiteradamente por su amiga María Zambrano. Empezó una frase a priori sin sentido pero que, como una crisálida, anunciaba un cambio inminente, una profunda metamorfosis en su vida.
   —Pero allá hay bolboretas, no son simples mariposas…
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lunes, 3 de noviembre de 2014

Bolboreta: Somos lo que recordamos

Hoy es un nuevo lunes lluvioso, el primero de noviembre. Empezamos un nuevo mes, centrada, en cuanto al aspecto de escritora se refiere, en el Nanowrimo de este año. Es un curioso invento cuyo única meta es la cantidad sin entrar a valorar la calidad.
¿Por qué participar entonces?
Para desinhibirme, bajar mis expectativas sobre mi propia producción, no detenerme con cualquier dato, simplemente remarcarlo en rojo para volver. Con ello quiero terminar de vencer los miedos y tirar hacia adelante. Soy consciente de que deberé volver sobre todo lo que escriba pero ya estará ahí y aun que ya dado carpetazo al síndrome de la página en blanco que me llegó a aquejar, sigo sintiendo un corsé que no me ha permitido, hasta la fecha, avanzar con la misma soltura en mi propuesta de novela que en otros escritos. La verdad y aunque lleve poco tiempo, de momento la cosa va bastante bien.

 Como es evidente y tal como había anunciado en mi anterior entrada, no voy a escribir nada nuevo para el blog durante el mes, por lo que voy a acudir al recurrido cajón de los recuerdos. Tras removerlo un poco y luego de dudar, me quedo con la última edición que le he dado a Bolboreta, un relato por el que siento especial cariño y predilección. No está bien que yo lo diga, y probablemente por ello defraude, pero es uno de mis escritos propios favoritos.
Quedó en su momento como tercero en la votación popular del Vconcurso de relatos de Hislibris, no siendo, sin embargo, del gusto del jurado al que escuché para hacer la edición que ahora publicaré  en este blog, a lo largo del mes de noviembre. Y ya termino... Para no querer escribir en el blog, menudo rollo acabé echando.

Bolboreta: Somos lo que recordamos


   La bombilla titilaba, descubriendo su marchita luz un suelo manchado de orines, heces y desesperación. Juana se hallaba sentada sobre el enlosado de una sórdida celda, en un rincón de una ciudad que apenas había llegado a conocer. Los recuerdos afloraban y se entremezclaban en un clamor visceral que violentaba su mente y embotaba sus sentidos.
   Buscaba sosegarse en medio de aquel entorno desalentador. Su pecho se hinchaba y aflojaba con velocidad, delatando su estado anímico. Sus ojos marrones y comunes estaban fijos en un techo, en el que las manchas de moho y humedad formaban extrañas figuras. En días anteriores, una de éstas le había recordado a la abstracta sombra de una mariposa; sin embargo, en aquel preciso momento, perdida en un piélago de lágrimas, no veía absolutamente nada.
   A pesar de lo que podría indicar su agitada respiración, le faltaba el aire y lo buscó en un profundo resuello como si acabara de emerger a la superficie del mar. Pasó sus delicados dedos por su rostro, recogiendo el lamento y sintiendo aún su sabor salado entre sus finos labios. Sus pupilas, rodeadas de un rosa salobre, se posaron sobre su mano izquierda cerrada con fuerza. Negó un instante y miró hacia otro lado, percibiendo nuevamente un cuaderno y una pluma con tinta sobre el sucio y frío suelo. Otro jadeo y abandonaría la superficie del océano revuelto de su mente.
   Irresoluta, Juana apoyó la libreta contra su regazo y la abrió a continuación. La estilográfica en su diestra, guiada por el hilo de Ariadna de su voluntad, se posó trémula sobre una hoja en blanco.

«La Coruña, ¿Julio? de 1936.
Querido Francisco:
     Aquí estoy, esperándote, deseándote, anhelando tus susurros, tu serenidad apasionada, tu calma arrolladora, tu ímpetu sosegado, tus suaves besos desenfrenados.
   Me han dejado papel y pluma, quizás con la esperanza de que cuente algo que no deba. Sin embargo he decidido, ya que no estás aquí conmigo, buscar tu compañía aunque sólo sea una febril ilusión. Te escribiré como tantas veces hemos hecho a pesar de vernos casi a diario. Dices que mis cartas son verdaderas novelas por lo largas que son, dada la cantidad de incongruencias que siempre te hacen gracia y descubren esos hoyuelos que tan bien le sientan a tu rostro. No me digas que soy halagüeña, siempre lo pensé, desde la primera vez que te vi. ¿Lo recuerdas?
   Recuerdos… Al final todo se resume a eso, hasta lo que somos tú y yo. Descubrimos el mundo. Lo desciframos con nuestras primeras conjeturas. Lo paladeamos vislumbrando la delicada trama de las relaciones sociales, políticas, las desilusiones y las sorpresas, los colores, las texturas, los sabores…    Aprendemos a amar. Soñamos con cambiar ese mundo que al final nos vencerá. Las máscaras se caen y, entonces, somos lo que recordamos.
   En estos instantes, son tantas las remembranzas que acuden a mi mente que me mareo. Siento un vértigo incontrolable mientras escribo estas consumidas letras.
   Recuerdo la primera vez que mis ojos se posaron sobre ti, en la biblioteca del Ateneo. Tan joven, tan elegante, con tu sombrero en la mano, el cuello de tu camisa almidonado, tus pantalones impecablemente planchados y tu chaqueta cruzada con esas hombreras que realzan tu espalda. Solías acudir con tus amigos de la facultad de Derecho. De vez en cuando, te veía hablando con Casares Quiroga, mientras el humo de tu cigarrillo iba inundando el ambiente formando una densa neblina.
Recuerdo el olor tostado de tu tabaco en aquella mañana de octubre en la que realmente nos conocimos. Fue un día similar al de nuestra boda, con la misma tenue luz acariciando los techos de Madrid. »

   Francisco se hallaba recostado en una cama con su pierna alzada y vendada. Su cigarrillo, aplastado contra el cenicero, aún luchaba por su vida emitiendo una débil humareda. Tras la edición de «El Sol» de aquella mañana se escondía su rostro. Éste pronto quedó al descubierto para observar a la intrusa que se adentraba en su habitación. La mirada de ambos delató al instante su mutua sorpresa al reconocerse.
   —Señorita Capdevielle —saludó el hombre entre confuso y educado—, no esperaba recibir una visita como la suya en un lugar tan poco adecuado como
   —Yo tampoco esperaba verle, señor Pérez Carballo —secundó Juana que tampoco pudo disimular su desconcierto.
   —En todo caso, no puede sino ser un placer recibirla en mi actual hogar —dijo Francisco sonriendo muy levemente mientras unos hoyuelos se formaban en sus mejillas. Con un sutil gesto de la mano, abarcó el lugar para dar más peso a sus hospitalarias palabras.— Aunque si me permite esta simple indiscreción, que en ningún momento contraviene mi bienvenida, ¿qué pudo llevar a tan afamada bibliotecaria, hasta esta triste habitación de hospital? No creo que usted se encargue de perseguir, por los confines de Madrid, a los pendencieros lectores que aún no han devuelto sus libros.
   —No lo descarte —contestó con donaire aquella mujer que rozaba la treintena—. Sus retrasos en las devoluciones son tan comunes y longevos que le convierten en una pequeña celebridad dentro de nuestro gremio —una sonrisa breve se dibujó en los finos labios de Juana—. Estoy aquí por un nuevo proyecto que estamos llevando a cabo. Un servicio circulante de lectura para los enfermos del Hospital Clínico San Carlos y de la Cruz Roja —se calló un instante negando levemente ante lo que consideró un terrible olvido—. Pero… qué maleducada. ¿Qué le ha sucedido?
   —No se preocupe, señorita Capdevielle, no es nada. Una mala caída. Fue luego de una de las últimas manifestaciones, al volver a mi casa me sorprendió un grupo de falangistas en plena calle. Tuve que huir y sufrí un desafortunado accidente cuando ya creía haberme librado de ellos. Es una simple fractura, pero los médicos afirman que necesito reposo —comentó pasándose una mano por sus despeinados cabellos tratando de darles un orden más adecuado.
Juana bufó al escucharlo.
   —Falangistas… Lo que nos faltaba. Son cuatro violentos fascistas y, por encima, el Gobierno aceptó su ayuda para participar de la represión en la huelga general.
Mientras la bibliotecaria del Ateneo y de la facultad de Filosofía y Letras pronunciaba aquella pregunta con un obvio deje de preocupación, pudo percibir como repentina y casi inocentemente los labios del militante del partido de Azaña perfilaron una ligera sonrisa. El joven de apenas veintitrés años acercaba confuso su mano hacia los oscuros cabellos ondulados de Juana. El contacto fue muy leve, apenas un roce, un instante fugaz que tuvo, sin embargo, inesperadas consecuencias. Desde una de las ondulaciones de la media melena de la mujer, unas pequeñas y níveas alas habían despegado su vuelo huidizo hacia un destino tan desconocido, en aquel momento, como el de la propia España y su joven República.
   —Gracias… No soy muy amiga de las polillas —señaló Juana con un deje de nerviosismo.
   Las cejas de Francisco se arquearon de forma irremediable.
   —Las polillas son en realidad una clase de mariposa. Ésta era blanca. Seguro que todo saldrá bien —afirmó con insolente obviedad—. En el pueblo de mi padre, en Lugo, dicen que en ellas habitan las almas puras, redimidas, que traen suerte y buenas nuevas.
   —¿En las polillas? —preguntó la bibliotecaria retóricamente, riendo con sutileza.
   —Sí, cómo lo oye, en las polillas. Aunque yo prefiero llamarlas mariposas noctámbulas, es mucho más… —titubeó pensando en la palabra adecuada— lírico. De hecho, en Galicia, les dan un nombre muy bello a las mariposas, las llaman «bolboretas».

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lunes, 27 de octubre de 2014

Defixio: la resaca

Hoy es un lunes soleado y os  presento un nuevo capítulo de las aventuras de la inspectora Iria Aldekoaotalora y del asesinato de un arqueólogo que sostenía una antigua maldición romana entre sus manos.
Comparto este capítulo antes de una pausa en el blog. No es del todo real, pues iré publicando una historia a la que tengo particular aprecio, a lo largo del próximo mes, pero pretendo centrarme en la escritura de una novela, y para hacerlo, estaré menos activa por la blogosfera, hasta que llegue diciembre.
Os dejo, por lo tanto, con otra entrega de Defixio.
Y para los despistados, y los que quieran engancharse, la historia empieza aquí y lo habíamos dejado en este punto.

Defixio: la resaca


La cabeza de la inspectora Iria Aldekoaotalora Figueiroa estaba a punto de estallar, como un vaso de cristal ante el canto de la Castafiore. Su rostro se mantenía pegado a la almohada con la fuerza del sueño, mientras vislumbraba mediante la grieta de sus párpados aún cerrados, como la luz se filtraba a través de las rendijas de las persianas, para impactar contra su retina que, en aquella mañana, sufrían de fotofobia aguda.
Su mente era una miscelánea similar a un revuelto de huevo con nocilla y chorizo, en aquel momento no conseguía situarse.
Sí, aquello era su cama, y sentía como su saliva impregnaba ahora parte de su pálida mejilla salpicada de pecas, tras haber huido de la comisura de sus labios resecos durante su pesado sueño. La inspectora intentó abrir los ojos, pero aquellos párpados pesaban más de lo acostumbrado.  En su cabeza tenía lugar un concierto de gaitas gallegas sin que pudiera darle ninguna armonía.
¿Cómo había acabado así? Un cúmulo de imágenes, olores y sonidos se sucedían en su cabeza sin orden alguno. Como en un anagrama iban tomando un sentido u otro según su mente las situara. Las mismas letras conformaban "monja" y "jamón" pero entre ambas palabras mediaba un abismo, así que debía esforzarse para detener el festival de gaitas desafinadas de su mente, buscando una coherencia que se le antojaba quimérica.
Recordaba ir al Jaco's Bass, aquel antro en el que estaba el cadáver de un profesor de Arqueología, Pablo Bahamonde. También vino un detalle morboso a su mente: aquella placa de plomo que  el cadáver sostenía en su mano y resultaba ser una maldición romana. El que la había descifrado era Andrés, Andrés Dovalle que, como un fantasma del pasado, había reaparecido en su vida con los hoyuelos de su sonrisa y sus rizos dorados, para recordarle lo que había sido y no era, lo que hubiera deseado y lo que era.   En su mente se dibujó el brillo en su mirada azulada cuando, espejo en mano y dándole vueltas por estar aquella inscripción grabada en círculos concéntricos, descifró el mensaje de aquella pequeña placa de plomo que contenía las siguientes palabras:

"Contra Pablo Bahamonde Lago que parió Ramona, a él, ante el numen de los dioses infernales y el de Bytybajk, yo lo consagro y lo dedico como víctima. Que todo lo que haga le salga mal, que con vuestra ayuda no duerma, que se abrase enloquecido, que pague el mal con su propia sangre. Dioses infernales, Bytybajkz os encomiendo sus miembros, sus cabellos, sus ojos, su boca, su cuello, su corazón, sus pulmones, sus intestinos, su pene, sus piernas, sus dedos, su sombra. Dioses infernales, Bytybajkz, matadlo, exterminadlo, aniquiladlo en el curso de este año"

Definitivamente, aquel caso iba a darle trabajo. Aquella inscripción parecía obra de un pirado que tenía algún tipo de rencor hacia aquel arqueólogo. Ese hombre, tal como había dicho Andrés, parecía haberse granjeado enemigos a espuertas y probablemente acumulara las malas acciones, por las que habrían realizado aquella dedicatoria a los dioses infernales y al nombre de una entidad que no lograba recordar en aquel momento, y que resultaba tan impronunciable como su propio apellido.
Lo extraño de todo aquel caso era que, en el fondo, ni siquiera estaban seguros de que hubiera caso. Existía un cadáver, en efecto, pero bien podía ser un suicido obligado, por lo tanto un homicidio, o una pelea seguida de un suicidio. Todo estaba en el aire, y nada era seguro.
Iria se frotó los párpados. Sentía la garganta y la boca más seca que el desierto de Atacama. Extendió el brazo y encontró una botella de agua. Bebió su contenido, como si hubiera atravesado aquel páramo seco de Chile.
Recordaba haber emplazado a Andrés para aquella misma noche, con la excusa de la investigación… De los viejos tiempos. Entre medias, fue a la comisaría, redactó el tedioso informe de turno e, incluso, a la hora de comer, había ido a casa de sus padres. Sus padres…
Su madre era de un pueblo de Ourense, como más de medio Vigo  ―el otro medio simplemente se dedicaba a negar su origen auriense―. El caso de su padre era diferente. Él era de Euskadi y emprendió el viaje inverso a muchos gallegos emigrados en su tierra.  Se enamoró perdidamente de aquella joven ourensana, de pelo rojo y sonrisa ladina, que estudiaba en un colegio de monjas regentado por una tía suya, en las denominadas, por entonces, Vascongadas. Él la había seguido a su tierra de origen y, como tantos otros, encontró trabajo en la ahora ciudad más grande de Galicia, Vigo, una urbe de nuevo cuño que se jactaba de haber sido la primera de la península en liberarse del yugo francés de Napoleón, y que, irónicamente, sustentaba  buena parte de su economía en una fábrica de coches del renovado invasor.
Y ahí se detenía el origen del misterio del impronunciable apellido vasco por el que, de niña, cuando más rudo era el conflicto, habían llegado a tachar a Iria Aldekoaotalora, de terrorista.  La ahora inspectora siempre diría, al recordar aquello, que por eso odiaba a los niños y no quería engendrarlos.
El rebumbio de los pensamientos de Iria, volvió al presente. Se mesó la sien y consiguió que sus párpados se desprendieran de las pegajosas legañas, para separarse los unos de los otros. 
Tras salir de la comisaría habían ido con varios compañeros de trabajo, a tomarse unas cervezas para celebrar el cumpleaños de uno de ellos. Cuando quedó con Andrés, algunos colegas surgieron de la nada para incorporarlo al grupo, muy a pesar de su deseo. Y luego…. Luego no era capaz de hallar el orden del anagrama, todo era confuso y borroso.
Recordaba el sonido de su zippo encendiendo varios cigarrillos en la calle, la espuma de la cerveza en su nariz, la queja musical de un fan de John Boy, el dulzor del licor café contra sus labios mojados, el toque orgulloso de la guitarra de The Edge, el amargor del Gin Tonic, sus brazos balanceándose redescubriendo el otro lado de los Red Hot, la sal del tequila, la voz desbocada de un Hallelujah versionado por Jeff Buckley, un suspiro… Y de repente, un ronquido que la sacó de su profunda disgregación.
 Iria, incorporada, parpadeó y se echó la mano a la cabeza. No podía ser… "Otra vez, no" Aquellas palabras se repitieron  en su mente, como un martillo neumático rompiendo varias gaitas desafinadas. A su lado volvía estar el mismo hombre, pero ahí no estaba su arqueólogo del pasado, Andrés Dovalle, no, a su lado y roncando, estaba otro hombre.

*****

Vicus Eleni, Marzo del 49 d.C

Lucio esperaba, paciente, abrigado por la oscuridad. La lluvia penetraba por los meandros de su piel y corrompía sus huesos. Y entonces la vio a ella, aquella belleza esbelta, joven y lozana, con una piel tersa que deseaba acariciar, y un rubor en las mejillas que expresaba la vida. Sin pensarlo, se arrebujó bajo la capucha de su manto. Su corazón aun latía, lo sentía golpeando contra su pecho, clamando por su savia.
El agua de la clepsydra parecía haberse estancado en medio de su descenso. La lluvia, abundante, semejaba suspendida en el aire y el olor a pescado putrefacto de la cercana salazón se hacía irresistible. El tiempo se había acabado, la espera ya no tenía sentido.
Con los pies calados y embarrados Philtates observaba las tinieblas de la noche, sin alcanzar a desentrañar su misterio. Se dio la vuelta sobre si misma, como una cuádriga huyendo de su perseguidor al filo de la curva de la espina del circo, pero todo pasó demasiado rápido. Una sombra, un movimiento veloz, un cosquilleo en su cuello y un corte certero que separaba su yugular y hacía la sangre brotar, incontenible, desbocada, como un caballo escapado del resto del tiro por accidente.
Philtates quiso, en un automatismo, echarse la mano sobre la profunda herida, como si con aquello pudiera evitar que la vida se escapara. Pero ésta se escurría de entre sus dedos ensangrentados. Buscó los ojos de su verdugo, y en medio de la lluvia y de la sal de sus ojos, le pareció verlos grises y fríos. Balbuceaba, odiaba a aquellos ojos y una pregunta se repetía de forma constante en su mente
―¿Por qué? ―consiguió finalmente balbucear, mientras sentía el sabor de la sangre llenando su boca.
Iba a morir y lo peor era ser plenamente consciente de ello. Su vista, de forma  irremediable, se nublaba, mientras sus rodillas se doblaban. Entre sus dedos, por mucho que luchara, la vida huía, lentamente. Escuchaba el latir de su corazón en su cabeza. Al principio, su pulso se había acelerado pero, ahora, se iba volviendo más y más lánguido.
La muerte, poco a poco, atrajo su cuerpo hacia la tierra enfangada. Lucio acarició su piel suave, mezclando con sus dedos la sangre y el barro sobre su rostro, en una tenue caricia. Acercó su oído al pecho de la mujer, escuchando como su respiración se iba apagando, como la vida se fugaba de aquellas mejillas llenas de juventud.
El hombre, en una extraña combinación de calma externa y consternación interna, esperaba el último hálito.
Cuando el último resuello se escapó de entre los labios de la joven esclava, Lucio estaba besándola con fruición, disfrutando de cada matiz de aquel instante único y bebiendo ,con desesperación, el aire que se escapaba por última vez de sus pulmones. 

Continuará...

lunes, 20 de octubre de 2014

La lista en braile



Tras uno de los mayores aguaceros que recuerdo, hoy es un lunes soleado en el que parece que el verano pide una última oportunidad. Esta semana vuelvo a participar con un relato corto de menos de 500 palabras en el divertido reto planteado por Ramón Escolano en su blog jukeblog, llamado "Te robo una frase" y que consiste en introducir en un texto de creación propia, una frase elegida previamente
Esta semana, la frase seleccionada es: "La persona que había al otro lado era una mujer joven. Muy obviamente una mujer joven. No había manera posible de confundirla con un hombre joven en ningún lenguaje, especialmente en braille." , sacada de la novela Mascarada de Terry Pratchett.

Allá vamos, espero que os guste.

La lista en braile



Me sentaba en la misma mesa, de la misma terraza,  de la misma cafetería, cada mañana. Me escondía detrás de un periódico y de las ondulaciones del vapor de un café con leche, mientras esperaba esa anhelada perfección visual de formas y contornos. Quería sosegarme con su delicadeza cual drogadicto esperando su dosis. El mundo entraba en una extraña penumbra  y me encontraba como un ciego buscando a tientas entre tinieblas.
Y entonces, como cada mañana, observaba como salía del portal de su casa, deslizándose sobre la acera de enfrente.
La persona que había al otro lado era una mujer joven. Muy obviamente una mujer joven. No había manera posible de confundirla con un hombre joven en ningún lenguaje, especialmente en braille, a pesar de contar con una belleza casi andrógina. Su rostro angular y su cabellera cortada a la garçonne se contraponían con unas curvas perfectas en las que perderse mientras cruzaba la calle contorneando unas caderas a las que soñaba amarrarme.
Animaba mi visión sembrando luces, rescatándome de la oscuridad  y se convertía en un chute del que me había hecho adicto tras cada despertar.
Procuraba sentarse siempre en la misma mesa, la miraba de reojo y veía como ostentaba aquella sensual juventud, cada mañana, a la sombra de un tejo centenario que centraba la terraza. Siempre se pedía  un cappuccino acopiando sus carnosos labios, como en un beso, para entregar  tibieza a la infusión y apartar la espuma. Disfrutaba viéndola, deseándola y emborronaba el crucigrama del periódico con un bosquejo de su estilizada figura.
Aquella mañana, al fin, me había armado de valor. Estaba de pie en la distancia, observando como las finas hojas del tejo filtraban los rayos del sol que abrazaban su piel. Tomó asiento. Sopló sobre su café. Entreabrió los labios y tremoló, levemente, al sentir como el capuccino despertaba su cuerpo al penetrar por sus entrañas. Yo mantenía mis ojos clavados sobre ella. El viento mecía un mechón de sus cortos cabellos mientras calaba sus gafas de sol, escondiendo esas pupilas emborronadas en la cotidianidad de la pantalla de un teléfono móvil.
Entonces, tras semanas, al fin lo hice. Fue un simple soplo silencioso que rasgó el aire. No sé aún a quién había molestado. No es mi trabajo preguntarlo, pero tuve que desintoxicarme de forma acelerada. Desde mi posición, en lo alto de un edificio cercano, desmonté el rifle y su parafernalia para guardarlo en su funda, y me fui, mientras mi vista se opacaba tras el velo de unas gafas oscuras  y la lista de mis deseos quedaba grabada en mi mente en braile, sin que nunca aprendiera a descifrarla. 


lunes, 13 de octubre de 2014

Defixio: secretos en el barro

Hoy es un lunes lluvioso como tantos lunes de otoño. Hoy es 13 de octubre, un día que huele a velas quemadas y tartas de fresas, un día de deseos al soplar y sonrisas risueñas. Hoy es una fecha marcada a fuego en mi mente desde mi más tierna infancia porque es el cumpleaños de mi hermana y le dedico este pequeño capítulo de la serie Defixio que, intuyo (soy toda perspicacia), le gustó hasta la fecha. Espero que siga siendo así.

Y para los despistados y los que quieran engancharse. La historia empieza aquí y lo habíamos dejado en este punto.

Defixio:  secretos en el barro


Iria observó a Andrés con detenimiento escuchando lo que acababa de decir, inmiscuyéndose en sus ojos que le devolvían un reflejo suyo, perdido en el tiempo, en un pasado remoto y malgastado. Sacudió la cabeza.
―¿Un espejo? ¿Para qué quieres un espejo?
El seguía absorto en aquella tablilla, en las maldiciones y perdiciones, en un pasado milenario que le apasionaba y que daban a aquellos ojos, como espejos del alma, un brillo peculiar.
―Esto es como una novela de Dan Brown, salvo que aquí no me invento esto para ser más fantasioso y misterioso. A ver, ¿podemos coger ya esa tablilla de manos del…
Andrés volvió a fijarse en el cadáver de su antiguo profesor de Arqueologia y sintió como a pesar de la emoción del momento, a pesar de lo mal que le había llegado a caer, el estómago le daba un vuelco y su contenido amenazaba con desparramarse como el lodo tras una inundación.
―¿Estás bien?― interrumpió Iria, al reparar en cómo aquellos ojos habían perdido de súbito parte de su viveza.
―Sí, sí… Es sólo… ―el arqueólogo tomó aire y resopló― Por un momento había olvidado que era un cadáver que además, por muy capullo que fuera, conocía.
―Sí un capullo. No me gustaba nada cómo miraba y su bordería intrínseca en clases. Era un estirado altivo, incluso de joven.
―Y sí sólo fuera eso… ―negó Andrés― Vas a tener sospechosos a raudales. El tipo ese era un viejo verde. Fueron bastante sonados, dentro del mundillo, sus fotos a los escotes de estudiantes voluntarias.
―¿En serio? Aún así no debería ser motivo para matar a nadie a pesar de ser asqueroso. Bueno, en realidad, nada lo es.
―Sí, bueno, pero súmale otras muchas cosas como su trato degradante hacia algunos de sus empleados, el hecho de que fuera un explotador, su poca ética profesional.
―¿Empleados? ¿Pero dejó la universidad?
―No, no, lo compaginaba con una empresa de Arqueología. Contrataba a personal recién licenciado y los ponía a trabajar muy por debajo de las tarifas del convenio arqueológico. Ellos tenían los pies en el barro y él el rostro al sol. Y además estaban las cuestiones ética. Corre más de un rumor acerca de yacimientos enterrados bajo el lodo y cemento sin que este tipo pestañeara. Así es como resultaba ser el favorito de muchas constructoras. Tiraba los precios y, por encima, se dejaba untar…
―¿Y nadie lo denunció? Es increíble. En la facultad somos los primeros en hablar, y ¿luego?
―Luego los que menos te esperas se convierten en explotadores a su vez y así se retroalimenta el sistema. No se puede competir contra quien tira los precios. La profesión pierde su dignidad y ética. Además nadie quiere denunciar de forma aislada, dar la cara por todos, llevarse el trabajo de recopilar pruebas, y así es cómo tipos como Pablo Bahamonde salen ganando.
―Lo de ganar es relativo ―dijo la inspectora, arqueando una ceja y desviando la mirada hacia el cadáver.―¿Y tú?
―Cierto…. ―había contestado a lo primero― Y yo… Nunca trabajé con él, ni falta que me hace. Cuando era recién licenciado le había pedido trabajo a este buen hombre. Me contestó con desdén que pertenecía a una nueva generación de "arqueólogos mercenarios", simplemente por pretender cobrar por trabajar… Yo nunca quise saber nada más de él. Si la gente que sí trabajó con él, no lo denuncia. ¿Qué voy a hacer yo?
―Ya bueno…―contestó Iria con dudas pero sin querer insistir en este tema― La verdad es que nos deja un gran abanico de posibles sospechosos, siempre que estemos ante un asesinato, que está aún por ver. ―la inspectora se giró hacia Alfonso, el médico forense ―Tenemos desde posibles promotores corruptos a empleados rencorosos.
―Habla por ti ―contestó el forense― A mi me basta con tener que determinar si fue asesinato o no, y algo me dice que va a ser difícil  poder afirmarlo o desmentirlo.
En aquel instante la conversación fue interrumpida por varios policías que escoltaban a una mujer de aspecto elegante pero sobrio. Emanaba un aire de perpetua seriedad que devenía en una tristeza permanente. Todos se quedaron observando la escena. Fueron unos minutos de presentaciones y breves conversaciones hasta que aquella mujer, la jueza instructora del caso, permitió que se levantara el cadáver de aquel hombre que tantos enemigos se había granjeado a lo largo de los años.
Con las manos enfundadas en unos guantes de latex, Andrés Dovalle observaba detenidamente el reflejo de la pequeña tablilla de plomo que con tanta fuerza agarraba el cadáver de Pablo Bahamonde, unos minutos antes. Su ceño se frunció mientras descifraba y traducía, lentamente, la palabras incisas en el plomo. Observaba como aquel verbo maldito dibujaba círculos concéntricos y sólo conseguía entenderse mediante el reflejo del espejo que permitía descifrar su misterio. Finalmente, sus labios se despegaron para hablar y desvelar a su antigua compañera, la inspectora Iria Aldekoaotalora, el contenido oculto tras aquellos extraños signos grabados en el metal.

*****

Vicus Eleni, Marzo del 49 d.C

El camino que descendía del castro hasta el nuevo poblado era un barrizal lleno de charcos, agua, fango y excrementos. Era común que algún que otro zapato quedara atrapado por el barro, dando fe del hambre de aquella tierra fértil que tragaba agua como un resacoso frente a una jarra de agua.
Philtates avanzaba sintiendo como la lluvia, desatada, golpeaba violenta su piel tersa. El aire helado nocturno le hablaba de miedo y oscuridad.   Ella era una esclava y sin embargo había llegado a aquel rincón del convento lucense sin siquiera desearlo, lejos del hogar que la vio nacer, en Turín, lejos de la casa en la que creció, en la capital lucense, de sus queridos compañeros de penurias, y lejos de su dueña a la que peinaba con esmero tratando de reproducir las cabelleras más en boga del Imperio, domando, con esmero, las ondulaciones de su encrespada melena.
 Siempre escuchaba sus desvelos, sueños frustrados, penas del corazón. El penúltimo momento de desasosiego de su ama, la había llevado hasta aquel barrizal en medio de la noche, en busca de un rico comerciante de aquella villa. Aprovechó la oscuridad de la noche para despistar la escolta que la acompañaba desde Lugo por seguridad, pero los secretos de su señora eran lo más importante.
El viento y la lluvia batían inclementes contra su piel suave, joven ,sobre la que el agua resbalaba para caer desde la punta de su fina nariz hasta el suelo. Traían también consigo aromas a mar y a sal, tripas y pescado, corrupción y descomposición.
Philtates acababa de dejar atrás la fábrica de salazón cuando la oscuridad quiso atraparla. El viento la envolvía. Sintió un escalofrío. Sus ojos trataron de penetrar la negrura y el agua. En medio del silencio de la noche, la lluvia batía contra el barro y los pies de Philtates se hundían lentamente.  Alguien, entre las sombras, la observaba.


Continúa aquí

lunes, 6 de octubre de 2014

Me cansé del dolor, de las acciones de la carne

Bendito invento el paraguas que nos ampara de esta lluvia otoñal que amenaza con tragarse los últimos coletazos del verano. Esta semana, antes de seguir con Defixio, vamos a apretarnos un poco bajo el paraguas para dar cabida a un invitado, Frank Spoiler, cuyo blog: http://frankspoiler-alma-sin-destino.blogspot.com.es/ y página web personal os invito a visitar.
Por mi parte, si no queréis perder la costumbre de los lunes (más siendo uno lluvioso y frío)  podréis encontrar mi entrada en el blog de Frank: un poema, llamado la blasfemia.

Y como lo prometido es deuda, dejemos que Frank Spoiler nos cuente su historia con su poesía. Espero que os guste tanto como a mí. 


Me cansé del dolor,
de las acciones de la carne




Me cansé del dolor
de las acciones de la carne
y del ingrato sabor
de los no besos de nadie.

Vacíos insondables
de un alma que se agotó,
se resquebrajó de sentir...
y se fundió de cuanto amó.

Me hastié de sufrirme,
de herirme sin sangre.
De manejar mi histeria
y de morir un instante cada día.

De soportar la soledad
y ejercer sobre mi esencia
una culpabilidad sórdida y fría,
aquella que transgredí sin ser mía.

Quiero beber hasta hartarme,
hasta sentir que mis entrañas
vibran y se hinchan
hasta explotar y dejar de existir.

Me cansé de dolerme y quejarme,
de luchar sin poder...
un poder que no comprendo,
de una injusta razón para morir.

Quiero contar aquí mi historia,
una verdad desapasionada y doliente
de un fracaso o tal vez, de un ocaso...
¡el de mi propia muerte!


  Frank Spoiler                            




lunes, 22 de septiembre de 2014

Defixio: El hallazgo

Hoy es un nuevo lunes y seguimos, antes de un alto en el camino, con la historia del cadáver que portaba una maldición en sus manos.
Y para los despistados y los que quieran engancharse a la historia. Esto empieza aquí y lo habíamos dejado en este punto




Defixio: El hallazgo

―¿Una maldición? ¿Una defíxio?―preguntó Iria― No me suena de nada.
―¿No?―preguntó a su vez Andrés ―Pues debería. En Arqueología, en cuarto, vimos una del Norte de Portugal, en Remeseiros ¿No te acuerdas? Era de un tal Reburro que…
―Como todos los arqueólogos, ya te estás enrollando.―interrumpió la inspectora―. No me gustaba nada la Arqueología y de hecho creo que le estoy haciendo mucho más caso a nuestro amigo Pablo Bahamonde, ahora que es un fiambre ―afirmó posando los ojos sobre el cadáver del antiguo profesor de universidad.―Bueno, pero volviendo a lo nuestro, que me has dejado con la intriga, ¿qué es esto de las defixios?
―Pues es eso, una maldición, magia negra hecha en época romana. Se escribía un ritual mágico de encantamiento en una tablilla, generalmente de plomo. ¿Por qué de plomo, preguntarás? Porque es gris, un color asociado a la muerte, un material regido por Saturno, el planeta maléfico por antonomasia, y yendo a lo práctico y es que los romanos gustaban del pragmatismo, es fácil escribir encima con un objeto punzante y, además, siendo una tablilla fina, es un material cómodo de doblar, acción necesaria para que, supuestamente, la maldición surtiera efecto―señaló hacia la tablilla en manos del cadáver― Si os fijáis, tiene signos de haber sido doblada y desplegada, supongo que para su lectura.
Los ojos de Iria se entrecerraron mientras observaba aquello, reparando en un nuevo detalle.
―¿Y esos dos agujeros en la tablilla?
―En realidad era uno sólo. Cuando se doblaba la tablilla de plomo, se atravesaba con un clavo, resultando en los agujeros que estás viendo, para luego esconderla en tumbas, urnas funerarias u otros lugares asociados a la muerte. Si estos estaban vinculados a una muerte violenta, mejor que mejor, pues se suponía que la maldición se ejecutaría antes.
La inspectora y el forense cruzaron sus miradas.
―Esto es muy morboso ―dijo el forense― Te ha tocado la lotería, Alde. La prensa se va a poner frenética si se enteran de algún detalle. Ya veo a los periodistas de sucesos acosándote.
La mujer negó.
―Deja de decir tonterías, Alfonso. Aun tenemos trabajo. ―paseó su mirada del forense a su amigo de juventud, el arqueólogo Andrés Dovalle― ¿Y qué pone la tablilla?
―La realidad es que la tablilla tiene todas las características de una defixio y por eso la identifiqué, pero de momento cuesta mucho, por no decir que es casi imposible transcribirla. El hecho es que la hicieron con especial esmero, en este caso, por lo tanto, saña. Necesitaría poder cogerla y un espejo para descifrarla.

*****
Vigo abril del 2000.

El ruido circundante era atronador. Los sonidos saturaban los oídos de la joven que, con un casco blanco de obra calado en la cabeza, observaba con cierto cansancio el repique del picador rompiendo la baldosa y el cemento. El ruido se detuvo por unos instantes para ser sustituido por el tañido de unos martillazos que montaban un cazo sobre la pala mecánica. Pronto empezaría el destierre.
Aunque no lo pareciera, aquella joven era una arqueóloga haciendo un seguimiento de obra. Poco tenía que ver aquel trabajo con la apasionante y destructiva (desde el punto de vista arqueológico) vida del hollywoodiense Indiana Jones. Pero aquella labor tampoco se parecía con lo que le habían enseñado en la facultad.
―Seguro que encuentras petróleo― empezó a bromear uno de los obreros.
 La arqueóloga no pudo dejar de pensar en la cantidad de veces en que había escuchado aquel supuesto chiste que se creía original, y dejó que sus labios se estiraran levemente para crear un mohín de falsa sonrisa, para luego mirar al cielo. Las nubes estaban acercándose a la costa, probablemente empezaría a llover en cuanto terminaran de excavar el solar y posara su portaminas sobre el papel milimetrado para que este se agujereara y se manchara.
Con ademán casi ritualista tomó un cigarrillo, rebuscando entre todos sus bolsillos para encontrar un mechero y hallarlo, como no, en el último en el que había mirado. Tras el destello del encendedor, vio como los dientes del cazo de la pala empezaban a rasgar la tierra, para echarla sobre una escombrera llena de todo tipo de deshechos, que comprendían desde preservativos usados a jeringuillas, estratos removidos que eran moneda corriente, en aquel, por entonces, decadente rincón de la ciudad lleno de prostíbulos, camellos y drogadictos. Tomó una calada expulsándolo en una espesa humareda escuchando, entonces, el característico sonido del chocar del metal contra la piedra. Ese ruido, tan particular, le producía un estado de excitación que oscilaba entre el sentimiento de responsabilidad y la expectativa de hallar algún posible resto.
―¡Espera! ―dijo la chica del casco blanco al palista.
Tomó su instrumental de batalla, un paletín, acercándose para observar aquella losa de granito, negando para sus adentros. “Otra canaleta contemporánea”, pensó fugazmente. Otra vez lo mismo, pues aquellas decimonónicas canalizaciones pétreas de alcantarillado jalonaban todo el subsuelo de la ciudad vieja y parte del ensanche. Alzó su brazo hacia el palista.
―Ten mucho cuidado en esta línea para no levantar piedras –señaló el suelo en dirección a la puerta.
El hombre prosiguió con su trabajo mientras ella se entretuvo limpiando aquella losa, con un ojo puesto en lo que hacía la pala. Pero para su olfato curtido en decenas de canaletas de alcantarillado, algo extraño pasaba en aquel lugar… Aquello era algo diferente. Mandó al palista detenerse. Se apresuró, refrenando su curiosidad, en fotografiar, describir, topografiar aquella extraña piedra, y por suerte, incluso, no llovió mientras lo hacía. Sólo entonces y a pesar de su ansia contenida, permitió que varios peones de la obra levantaron aquella losa.
Cuando sus ojos procesaron la información, su corazón se desbocó amenazando con desbordar su pecho para llegar a latir en su sien. Lo que sus ojos marinos reflejaban, en aquel instante, era la imagen de varios rollos de pergamino apilándose los unos sobre los otros. Parpadeó un instante.

―Cerrad esto rápido. 

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