En este lunes soleado, la máquina de escribir marca el punto y final.
Y si os habéis perdido algún capítulo, la historia empieza aquí y éste fue el anterior capítulo.
Sentí una descarga eléctrica recorriendo mi médula espinal. Corrí, escapé calle abajo, huyendo de aquella Isabel, de una realidad absurda digna de Alicia y sus maravillas; de mi misma, de un destino griego. Ni Ifigenia ni Papandreu juntos podrían entender lo que sentía en aquel instante. Las interminables pendientes me arrastraban calle abajo junto con mis problemas. Como si los elementos se hubieran conjurado en mi contra, empezó a llover. Siempre odié la lluvia. Las gotas se deslizaban sobre mi rostro mientras sentía la sal entre los labios. Sin saber cómo, ni por qué, había entrado en una Iglesia.
Mis pasos retumbaban en
aquel lugar vacío. Miré hacia un confesionario, con la alocada idea de hablar
con un sacerdote. No había nadie. Eché entonces la vista hacia el frente viendo
una cruz y sentí, en aquel instante, un semblante de síndrome de Jerusalén. Tenía
que hablar con Dios para resolver todo aquel embrollo.
Me persigné como quien marca un prefijo
telefónico, pues siempre consideré que aquel gesto es necesario para iniciar la
comunicación a pesar de mi escasa fe. Simplemente hablé, en voz baja, un susurro
que, esperaba, solucionaría mis problemas:
—Hola Dios…—no sabía
muy bien cómo encarar aquella conversación que presuponía a una banda —Soy María
—me sentía cómo una demente. Sin embargo, aunque la razón me pidiera a gritos detenerme,
empecé a argüir estupideces. Era una sensación extraña la de tratar de razonar
con Dios y muchas de mis explicaciones eran francamente ridículas, pero es lo
que posee la espontaneidad. En el papel, los discursos son preciosistas y
cultos. La realidad siempre es más
cruda, menos cerebral y bella. En aquel momento, me sentía ridícula,
desequilibrada y estúpida. No quería ser una heroína que cerrara la caja de
Pandora con el fruto de mis entrañas y el sólo plantearme aquello, me dejaba,
creía, a la altura de quienes avistan ovnis, sirenas o hadas. Parecía que me habían aplastado y recortado en
forma de monigote, amarrándome con una tira de celofán a la espalda de Peter
Pan. Era como Fernandel, en una de sus viejas películas en blanco y negro, pero
mi futuro hijo, no me contestaba. No había respuestas, sólo el eco de mis
palabras y la imagen de Jesús clavado y torturado en aquel instrumento de tortura romano.
*****
III
La vida es como una
pila eléctrica:
tiene un lado positivo
y otro negativo,
y se acaba.
Eran
exactamente las 16h22 de un 29 de abril, la temperatura era de 23,3 grados
Celsius, el viento seguía soplando del Sur a 16,4 kilómetros por hora y los
pluviómetros no habían recogido lluvia en aquel día. María, aliviada por las
recientes noticias, acababa de mandar a su relato a una papelera virtual. En el
hemisferio Sur, José Bertrán, ajeno a todo, estaba mirando como las latas
discurrían sobre una cinta transportadora semejante a una montaña rusa. En su
casa, Ana Pazos, desconocedora de la vida de su hija, descubría fascinada cómo
los dos protagonistas de su telenovela favorita no podían casarse al revelarse
sus lazos consanguíneos. En la carretera de Camposancos, Joaquín Iglesias leía
desanimado el periódico a la espera de que un cliente entrara en su taxi. Por
su parte, Isabel, conocida simplemente como «la loca» por muchos, sonreía
mientras imaginaba como un niño crecía en su interior.
Siete
meses, veintinueve días y una hora después, María apagó, con un potente soplo, treintaicinco
velas en compañía de ese hombre del que le seguían encantando sus ojos, su
boca, su nariz y su pelo. No hubo, aquel día, ninguna abominable matanza de
niños, sólo centenares de bromas de mejor o peor gusto pues, como decía siempre
el padre de María, «santos inocentes, ni des, ni prestes»
El
relato que María había transcrito con su máquina de escribir regodeándose en su
harmonioso «chin», quedó sepultado en lo
más profundo de su memoria. No tardó en lanzarse en otro de sus viajes
imaginarios. Su siguiente cuento había versado acerca de la trágica encrucijada
de la madre de Aquiles al elegir el destino de su hijo: una vida larga pero
anodina, o gloriosa pero breve.
El
tiempo pasó, las agujas del reloj y el viento giraron muchas veces en la ciudad
olívica. María, a lo largo de su vida, nunca dejó de odiar a las personas que
sacudían su dedo índice, ni tampoco a las palomas, el rosa o la lluvia. Como su
madre escribiría también «cosas de adulto», sobre un mundo que había abandonado
las bondades ascendentes de las fabulosas curvas de Kondrátiev y Juglar, pues no hubo
ningún tipo de salvación divina.
Su
vida siguió su curso, tan larga como anodina, entre el rojo y el gris, en
compañía de Jóse que pronto prefirió unirse a la larga fila del paro —abandonando aquella lejana fábrica de
latas de conserva que parecía una montaña rusa—, sus viajes imaginarios, la vieja máquina de escribir y su
melódico «chin», sus miedos y ucronías. «En
la hoguera de la razón», llegaría a escribir un día María, «quedó abierta la caja de Pandora; ardieron el valor, Nunca Jamás, las sirenas y los
héroes».
Un enigmático final para una historia que ha sido toda una caja de gratas sorpresas desde un principio hasta el final. Felicidades Sandra (hoy pude por fin leérmela entera y me ha encantado). Un abrazo.
ResponderEliminarSupongo que el final no ha sido entendido muy bien, como comentaba en el grupo leo y escribo a Ricardo, juego con el metatexto y el límite entre lo real y lo ficticio, el metarelato y el relato e incluso me meto en eso del conflicto mito vs razón (reconozco que es un tema que me gusta), con esa derrota histórica del mito frente a la razón que va de la mano, también, con el final de los héroes que claudican ante la realidad, sus miedos y rutinas.... Supongo que es mucha cosa para tan poco texto XD... En todo caso, me alegra que te haya podido gustar algo. Un saludo ;)
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