Si os gusta, podéis probar a leer el resto de esta historia que empezaba aquí. Si simplemente queréis refrescar lo último, aquí lo habíamos dejado.
Con todo, no os extrañéis ante la falta de publicación,en las próximas tres semanas, ya os contaré en la siguiente entrada.
Os dejo con el final de esta historia a la que tengo especial cariño.
Bolboreta: El final
—¿A dónde me llevan? —pregunta. Pero no hay
respuestas, sólo el transitorio silencio resquebrajado por el zumbar del motor
del auto.
Los minutos se escurren lánguidos, parsimoniosos y
torpes. A través de la ventanilla del coche en movimiento, las sinuosidades de
los montes se entremezclan con el cielo, las hojas de las arboledas con las
volátiles nubes, las praderas se funden con el asfalto y éste con la tierra.
Los pueblos se suceden, los paisajes cambian pero se repiten y los kilómetros
se agotan.
—Ya estamos muy lejos, Miguel —le señala el
conductor al otro guardia civil que, tras pensárselo unos segundos, asiente.
El rumor del automóvil se detiene. Están en medio
de ninguna parte, a más de cien kilómetros de su punto de partida. Cerca de la
línea del horizonte se adivina un pueblo. Juana, inquieta, gira su alianza
sobre su dedo anular.
—Baja —ordena el que acababa de hablar con su
compañero a la bibliotecaria, acompañando sus palabras con un tímido gesto de
la cabeza.
—¿Por qué? —pregunta Juana angustiada.
—Ha dicho que bajes o ¿es que las chicas estudiadas
como tú no quieren entender cuando les hablan? —barrunta Miguel, el segundo de
los guardias civiles.
Nervioso, la toma por el cuello de su vestido para
atraerla hacia fuera del vehículo, retorciéndole el brazo y manteniéndola
inmovilizada.
—No quieres entender una orden porque estabas
acostumbrada a mandar sobre el calzonazos de tu marido, el «señor Capdevielle»
—continua con sorna—. Le pedías que armara a la gente, que tomara rehenes entre
los nuestros para que se mantuvieran tranquilos, ¿eh, zorra?
Juana tiene miedo. Arma unas frases a modo de
protesta que, en el fondo, sabe inservibles.
—Está preñada, Miguel —objeta el otro guardia
civil—. Podríamos dejar que se vaya lejos… Podrías irte a Portugal —le dice a
la mujer.
Ella asiente apresuradamente. Cuando en lo más
oscuro de la iluminada cárcel había escrito que ya no quería vivir, era porque
no había mirado a la muerte de frente. Y la Parca no lleva una guadaña. Tiene
una pistola y viste de verde.
—Qué pesado eres, coño. Ya lo hemos hablado… ¿Y
dejar que crie a otro canijo rojo? ¿Ella no quería ser como un hombre,
manganeando a todo Dios? Pues que muera como un hombre, cojones —bufa Miguel—.
Y déjate de lloriqueos que parece que ella lleva mejor los pantalones que tú
—rebate a su compañero para luego fijar su mirada sobre Juana.
El tiempo se agota, interminable, mientras las
pupilas de Miguel se dilatan observando lascivo a su presa.
—Yo me la tiraría. Es un desperdicio no hacerlo. Mi
mujer no me dejaba cuando estaba preñada. Siempre quise hacerlo con una embarazada.
¿Le meterás el pito en el ojo al niño? — pregunta riéndose.
—¡Ah! Déjate de tonterías —interrumpe el otro
guardia civil cansado—. La iban a deportar y a ti y a Morais se os metió entre
ceja y ceja pegarle un tiro. Morais tiene muchas ideas pero luego se queda en
el cuartel… Y a mí siempre me toca apechugar y hacer el idiota. Si quieres
matarla, termina ya, que no quiero saber nada de esto.
Las frases se filtran por el oído de Juana para
restallar contra su tímpano. Por primera vez en su vida, no encuentra las
palabras adecuadas. Llora. No es autocompasión, es cólera. La rabia porque su
mundo tiene que acabarse. La ira por haberlo perdido todo tan velozmente, por
un hijo que jamás respirará; furia porque la piedra la aplaste antes mismo de
llevarla hacia la cumbre.
Miguel la empuja con desdén. Juana tropieza y se
levanta, mirando a aquel hombre que no la conoce, sin entender el por qué de
tanto odio. Quiere correr, huir de ese lugar, pero el tiempo se acaba.
El primer disparo es súbito y fugaz, insospechado y preciso, un
impacto contra su abdomen. Su
cuerpo se eleva sutilmente y, luego, cae sobre la cuneta de la carretera,
trémulo.
La consciencia de Juana se debate frente a un tenue
velo intangible. Mira hacia su mano teñida de rojo. «Recuerdos… Al final todo
se resume a eso»,
rememora. Trata, en vano, de taponar el hueco sangriento de su vientre que
alojaba vida. Su boca se entreabre. Las palabras se arrastran:
—Bolboreta de alitas doradas… que te posas en la cuna vacía…
Miguel
vuelve a disparar. Juana siente como la muerte se filtra por su piel. El vacío
es aterrador. El dolor la ciega. Detrás de aquel velo incorpóreo, percibe un
abismo helado y una mariposa arrastrada por el vendaval que cae en picado,
mientras el aire le arranca sus níveas alas.
El
verbo se apaga. El silencio quiere imponerse, victorioso en la muerte, pero
Juanita, que aún lucha por su consciencia, sigue susurrando:
—Pues por él me preguntas,
ya sabes, ¿qué fue de mi niño? Oh, bolboreta… libre, donairosa, galante…seductora…
Un tercer disparo rasga el
aire y atraviesa la carne de Juana. Una gaviota, extraviada, bate sus alas,
pues no reconoce su hogar. Miguel, a grandes zancadas, se acerca a ella. Sin
pensárselo, remata su faena con un último tiro. La boca de Juana está
entreabierta, encadenada a la última sílaba pronunciada, la carne agujereada y
la mirada hueca. Su silencio es infinito. Ya no puede pensar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario