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lunes, 18 de abril de 2016

Bolboreta: Como polillas hacia la luz

Hoy es un lunes nuboso y, por fin, vuelven los relatos. Bolboreta, este relato del que os hablaba  —aunque esté mal decirlo —, como uno de mis escritos propios favoritos se acerca a su final. Supongo que la mayoría no recordará ya la historia.
Si os apetece adentraros en ella, tampoco os tomará demasiado tiempo. Aquí empieza y esta fue la anterior entrada
Bolboreta: Como polillas hacia la luz

«No hubo tiempo para muchos preparativos y tampoco para grandes despedidas. Quería ayudarte a enfrentarte a todo aquello… Aunque seas tan joven, tu determinación no tiene grietas. La estridente campana del teléfono no dejaba de sonar, mientras el golpear de los pasos se sucedía en un frenético ir y venir. Las sirenas del puerto roncaban de cuando en cuando, acompasadas por el insidioso graznar de las gaviotas. Voces, exclamaciones, iras, gritos, las palabras se cruzaban estentóreas. La comunicación con Madrid se había perdido. Te oía hablar de una huelga general para frenar la salida de los militares, dando órdenes para el atrincheramiento en el edificio del Gobierno Civil. Trataba de calmarte, aconsejarte, ayudarte en esos difíciles e inciertos momentos, pero el sosiego nunca fue una de mis virtudes.
  Unas horas después, con nocturnidad y alevosía, Gonzalo vino a recogerme. Nunca olvidaré la peculiar oscuridad de aquellos intrincados caminos mientras nos dirigíamos hacia Muxía. La negrura sembraba recelos a cada nueva curva. A cada esquina le sucedía una nueva duda, un nuevo temor engrandecido ante un escuálido arbotante de luna que, en esa noche de julio, no alcanzaba a iluminar la bóveda celestial.
  Llegamos finalmente a Muxía, y Gonzalo me ofreció una habitación. No pude dormir. Las horas se fueron sucediendo en medio de un clamoroso silencio. Decía mi profesor de piano, hace ya muchos años, que había de aprender a escucharlo. En el lenguaje musical, las sonoras notas figuradas poseen sus recíprocas némesis mudas que marcan la pausa. Aquellos silencios de redondas, corcheas, semifusas representados grácilmente en el pentagrama exhortaban, según aquel hombre, a destruir las convenciones de los sentidos, para mostrar que silencio y sonido siempre están en continuidad. Pero yo ya no hallaba esa continuidad. El silencio se había instalado, doloroso y enloquecedor. No sabía nada de lo que estaba ocurriendo tras las paredes de la casa de Gonzalo, no sabía nada de ti.
  Varios días se sucedieron en medio de un sofocante mutismo cuando reparé en un breve chispazo. La luz de la habitación en la que estaba instalada osciló, y mis ojos se posaron indefectiblemente en aquella “mariposa noctámbula”, en aquella bolboreta que, inconsciente, se había arrojado hacia la luz.»

  No se oía nada. Desde que las sirenas de los barcos se habían callado, minutos antes, un tenso silencio pesaba sobre A Coruña. Francisco aún miraba fijamente hacia la radio que acababa de apagar. Era una suerte que Juana se hubiera marchado hasta la alejada casa de su amigo de partido, Gonzalo López Abende, pues las noticias no eran alentadoras y el futuro, en aquel 20 de julio, parecía dibujarse cada vez con menos claridad.
  El mantel blanco de la mesa en la que Francisco estaba sentado lucía impoluto. No había sido capaz de probar bocado. Se sentía impotente ante lo que estaba ocurriendo. Inútil, pues sus horas de dedicación, por primera vez en su vida, no daban sus frutos. Lo había intentado todo, según su perspectiva. A las once de la mañana, en un claro gesto desesperado ante la inminente sedición, retransmitió un mensaje en Radio Coruña para defender la democracia; sin embargo nada parecía funcionar ni frenar aquel desastre. No olvidaba las palabras del bando proclamado por los militares sublevados en la cercana plaza de María Pita y retransmitidas en la misma radio en la que, horas antes, había defendido el orden vigente.
  Era extraño percibir la entereza con la que lo observaba un guardia de asalto que, sentado circunspecto sobre una silla cercana a él, no llegaba ni a la veintena de años.
  —No quiero importunarle pero no puedo quitarme de la cabeza las palabras que dijo ese militar en la radio —afirmó el joven espigado rompiendo el silencio—. Si me permite preguntarle, ¿ya no es el gobernador? —planteó el guardia de asalto con ingenuidad.
  —Para ellos, no —contestó paciente Francisco a pesar del bullicio interno de su mente—. Suspendieron las garantías constitucionales, depusieron de sus cargos a todas las autoridades legales. Así que para ellos ya no soy gobernador civil, pero para el gobierno de la República —si es que éste se mantenía en pie y Francisco, a pesar de la falta de noticias, confiaba en que así siguiera siendo—, sí lo soy, y eso es lo que importa realmente —concluyó con convicción.
   Aquel bando militar, pensaba el gobernador civil de A Coruña, era un auténtico disparate. Francisco recordaba la voz nasal del oficial anunciando, con frialdad, su contundente mensaje, en el que amenazaba con el fusilamiento de los huelguistas o instauraba la censura de prensa. La última frase transmitida con claridad a través de las ondas hertzianas, volvía, una y otra vez, a su memoria. El mensaje concluía con una tajante advertencia: «Quien no lo secunde, será mi enemigo y será tratado como tal. ¡Viva España! ¡Viva la República!». Aquellas palabras sonaban, para el marido de Juana Capdevielle, a broma de mal gusto.
  —Ya, si es que… —empezó a decir el joven que fue interrumpido por una decena de hombres vestidos como él, con uniforme azul. Se puso automáticamente en pie para escuchar las palabras de su superior, quien ya se había adelantado y se veía realmente agitado.
  —¡Los militares! —anunció el comandante Quesada apresuradamente—. Están rodeándonos.

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