Translate the rain

lunes, 7 de julio de 2014

Santos inocentes, ni des ni prestes (parte 2)

Hoy seguiremos con el relato que empezamos la semana pasada. Aquí tenéis la primera parte, por si os apetece releerla o engancharos ahora. Es cortita, animaros. 



II
La vida es como un billete de quinientos euros.
 Todos sabemos que en algún momento
 habrá que pedir cambio.

La aguja que marcaba los minutos en la habitación de María, contrariando las leyes newtonianas, acababa de subir. Desde las diez de la noche habían transcurrido,  exactamente, treinta y dos minutos y un segundo. José Bertrán seguía con la mirada el tortuoso recorrido de una lata de conserva. En el salón de su casa, Ana  Pazos descubría en la televisión que una centésima de segundo es el tiempo necesario a nuestro cerebro para procesar un momento de felicidad que involuntariamente nos haga sonreír. Mientras tanto, en el aeropuerto, Joaquín Iglesias esperaba que algún viajero bajara de un avión para subirse a su taxi y vivir, a través de su relato, el sueño de unas vacaciones.

María estaba frente a su vieja máquina de escribir. Había repetido con ritualismo cada uno de los pasos para poder disfrutar aquel momento. La cinta que imprimaría las letras estaba colocada, el papel había sido enroscado con mimo y el primer cigarrillo encendido. Se enfrentó con la mirada a aquel folio en blanco. Dudó. Pensó durante unos largos minutos hasta que, finalmente, sus dedos empezaron a bailar al compás de la percusión rítmica de las teclas. Se enfrascó en una frenética danza litúrgica amenizada por los olores, el humo y el mágico «chin» que la envalentonaba en cada punto y aparte. 

«No aguantaba más. La expectación, en aquella sala de espera repleta de revistas que nunca me habían interesado, parecía no tener fin. Veía sucederse una retahíla de ofertas al consumo desaforado, modelos inexpresivas, preguntas insípidas de lectoras con inquietudes superficiales y respuestas intrascendentes, sin que aquello produjera ese desdén del que realmente son dignas. La situación era grave, extrema.
El latido de mi corazón, cual ciclista hormonado escapándose hacia una escarpada cumbre,cada vez tomaba más ventaja rítmica sobre el tictac del reloj que lo envolvía todo.
La señora que me cobraba al terminar cada consulta me rescató finalmente de aquel infierno. Me guió, al fin, hasta el despacho de Santiago Abruzzi que, ante mis tres toques secos a la puerta, abrió sin dilaciones. Sus pequeños ojos azules y penetrantes me escudriñaron desde el primer instante. Un apretón de mano y me fui a sentar directamente en uno de los mullidos sillones.
Me recordaba a un cazador estudiando a su presa. No dejaba de escrutarme mientras reunía sus folios golpeándoles suavemente sobre la mesita de cristal. Tomó con elegancia su bolígrafo y luego, rompió el silencio.
 —Hoy entraste como un vendaval, casi no tomaste tiempo en darme la mano. Es la primera vez que necesitás una consulta de urgencia. ¿Qué pasó?
Encendí un cigarrillo a pesar de mi situación, incluso con las mil y unas leyes coercitivas del mundo, tenemos pactado uno por sesión, dos si ésta es muy intensa.Y lo cierto es que lo apremiante de mi situación me impulsaba a fumar, a pesar de la contraindicación, toda la cajetilla.
— Esto es terrible, Santiago. ¡Terrible! No se siquiera cómo llegué a esto. Ya sabes que  Jóse se va cada tres meses otros tres a Chile para trabajar en esa fábrica conservera.Y no ha sido nadie más. Bueno, sí fue… pero yo no lo busqué siquiera.
—A ver, empezá a contarme todo desde el principio.
Santiago Abruzzi tenía razón, la situación que amenazaba mi ya escasa cordura, merecía cierto orden en su exposición para poder ser entendida. 
 —El principio parecía intrascendente. Hará más o menos un mes de eso. Estaba tumbada en mi cama, leyendo y había dejado la ventana abierta para que la habitación se aireara. De repente, noté un ruido y me giré. Ahí vi a una de esos pájaros demoniacos, una rata con alas… Una paloma. Odio a esos bichos, siempre los detesté. Me provocan un miedo irracional. De niña, mi abuela quería que les diera miguitas de pan. A mí me asustaba su deambular eléctrico, el caos de sus alas y sus miradas huecas ―Tomé una honda bocanada de humo para retomar fuerzas—.¿Nunca pasaste por debajo de un tendido eléctrico repleto de palomas? Te sientes en peligro, en el punto de mira de un pelotón de ejecución. De verdad, odio a esos pájaros —acompañé aquella reiteración con una expresiva mueca de asco—. Y, como te decía, entró una de esas alimañas aladas. La maldita paloma, por encima, tenía una puntería endemoniada. Cagó encima de mis vaqueros, a la altura de mi entrepierna. Parece un dato irrelevante, pero no lo es.
—¿Por qué decís eso?
—¡Porque he sido fecundada por asquerosos excrementos de paloma! ¡Estoy embarazada!...

Continúa aquí

7 comentarios:

  1. Cada vez se pone más interesante la historia, Sandra...

    ResponderEliminar
  2. Estoy de acuerdo, se va poniendo más interesante... Una semana más de espera ansiosa... :)
    Un saludo!

    ResponderEliminar
  3. jajajajajajajaja... anda que... Se me hace interesante, a ver qué pasa...

    Saludos mediterráneos, Sandra!!!

    ResponderEliminar
  4. Respuestas
    1. Creo que cuando escribí el relato, que ya tiene un tiempo, ni sabía qué era la metaliteratura XD.

      Eliminar