Bolboreta: el efecto mariposa
«Ya no puedes pensar. Sólo vives en
el recuerdo, en ese pequeño cuerpo que crece en mí y que no conocerá a su padre
y quizás ya no nacerá. ¿De qué vale nacer en un mundo como éste? En el que la
libertad es barrida por las armas, en el que el pensamiento es encañonado,
tiroteado y asesinado sin piedad.
Esto ha sido como lo que, recelo, te
ha matado: un disparo súbito y fugaz, esperado y preciso, un impacto justo
entre las cejas.
Nunca creí que la mandíbula pudiera
dolerme de tanto llorar, pero, a pesar de ello, mi llanto prosigue sin sentido
real, pues no te devolverá a este mundo. Hay algo en mi pecho que no me deja
respirar, una opresión que comprime mi corazón como si fuera una esponja
exprimida con fuerza que vertiera lágrimas. Quizás debiera abrir lentamente mis
venas con esta pluma, derramar mi sangre en vez de mis sollozos para morir y
abandonar este absurdo lugar. Desistir de escribir estas insensatas líneas;
esta carta a nadie… esta respuesta a tus palabras desde ninguna parte. Pues
Dios no existe y si tenía el más mínimo atisbo de duda, ha desaparecido ante el
cadáver de esa
bolboreta nocturna calcinada, ha dejado de existir junto con tus
pensamientos…»
Un chiflido acompasó el movimiento de Juana al
arrancar las hojas de la libreta en la que había escrito su «carta a nadie».
Las observó perdida en medio de sus sollozos. De repente, las rompió, desgarró
y destrozó, como si al convertir el papel en un confeti para una fiesta
macabra, pudiera vengar la muerte de Francisco.
Las horas siguieron y, nuevamente, encerrada en el
círculo vicioso de la percepción, al silencio le volvió a suceder el sonido.
Los goznes de la puerta de su celda chirriaron y giraron.
*****
—No me devolvieron su alianza… No me devolvieron
nada. No sé siquiera en dónde está su cuerpo —afirma Juana mirando hacia las
gafas redondeadas de Victorino Veiga.
Diez días han pasado ya desde que la liberaron de
la cárcel. No le dieron ni una explicación. Sola, desesperada, en la calle, y
con la única obligación de no residir en la capital provincial, había sido
acogida por Victorino Veiga, compañero de partido de su marido y amigo, en su
casa de Culleredo.
—Sé que te estoy pidiendo un imposible, Juana, pero
no debes recordar lo que ha pasado. Tienes que poner tu vista en el futuro,
pensar también en tu hijo. Mañana nos iremos de aquí.
Juana parece no haberle escuchado.
—No necesito una tumba para rezar pero sí para
creerme que está muerto. Un lugar en el que pueda despedirme de él. Decirle
simplemente adiós. Si pudiera cavar yo misma ese hoyo para que mi cuerpo se
embriagara en el esfuerzo y mi mente lograra descansar… Él pudo decirme adiós,
pero yo…—suspira—. Y se dicen cristianos. No hay una tumba en donde llorar
—baja la mirada—, ni me quedan fuerzas para hacerlo.
Victorino, incómodo, remueve la cánula de su pipa.
—Entiendo que todo esto es duro Juana, pero el
tiempo, los años y me atrevo a decir que la Historia, pondrán a cada uno en el
lugar que le corresponde. Nosotros ahora tenemos que salir adelante,
sobrevivir.
—Sobrevivir… Madrid no ha caído y venceremos. Algún
día, asistiré a la muerte de esos asesinos retrógrados —asevera Juana
manteniendo su mirada incrustada en los pequeños anteojos circulares de
Victorino—. Pero ¿hablar de Historia a estas alturas? Ellos han pisoteado las
reglas del juego. Sin embargo, quizás, nunca supimos crear las adecuadas. —Un
suspiro es exhalado de entre los labios de la bibliotecaria—. He tenido tiempo
para pensar en la cárcel. Algunos de los ahora fieles a la República han
transgredido esas reglas también. Recuerda cómo se pusieron las cosas en el
treinta y cuatro… No hemos sabido evitarlo, no hemos afianzado la democracia y
ahora… Ahora lo estamos pagando con sangre tan roja como algunas de las ideas
que se pregonaron. La historia juzgará todo eso también… —chasquea su lengua—.
O no —ríe muy levemente con obvio cinismo —, y a decir verdad, ahora mismo, me
importa un comino la Historia y su huella indeleble en la consciencia de los
hombres.
Victorino no sabe qué decir ni qué hacer para
ayudar a la mujer.
—Necesitas descansar Juana. La cárcel, lo que le ha
pasado a Francisco y también tu embarazo. Luego verás todo con más perspectiva.
—¿Perspectiva? Recuerdo cómo Ortega me decía,
cuando aún era alumna, que el hombre es capaz de modificar su contorno en el
sentido de su conveniencia… Quizás un día pueda ver esas ingestas forzadas de
aceite de ricino como una ayuda para mi sistema digestivo.
Juana se queda callada durante unos largos y
pesados segundos. Victorino, mientras tanto, inunda la habitación con las
tortuosas líneas de humo que emergen de su pipa. Los ojos de la mujer siguen el
recorrido fantasmagórico de éstas hasta que, finalmente, se posan en su propio
cuerpo. La visión de su redondeado vientre produce un inesperado efecto
mariposa en su mente.
—Perspectiva… —reenfoca la mujer pensativa—. Quizás
pueda lograrlo a la postre. Empezar de nuevo… Será como lanzar una moneda al
vuelo y ver si tengo suerte. Tendré que ser como Sísifo, y esperar que no
vuelva a deslizarse la piedra…
Sin embargo, todo acaba cayendo por su propio peso.
Los vasos se rompen al chocar contra el suelo, la hierba se moja al llover, las
piedras ruedan pendiente abajo y las monedas, lanzadas al aire, se caen
presentando una cara o la cruz.
Tres sonoros golpes doblan contra la puerta de la
casa de Victorino Veiga. Todo ocurre con una rapidez inusitada. Unas palabras,
unas protestas, y Juana Capdevielle sube a un coche rodeada por dos guardias
civiles.
—¿A dónde me llevan? —pregunta. Pero no hay
respuestas, sólo el transitorio silencio resquebrajado por el zumbar del motor
del auto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario