Hoy es un lunes soleado, al igual que lo ha sido toda la semana pasada. El sol fue primoroso para recibir a los hislibreños en Santiago de Compostela. Un fin de semana especial, en el que hubo que sobreponerse a las adversidades, y en el que no faltaron las charlas, las risas o los libros. El tiempo volvió a mostrar su relatividad y en un parpadeo, todos nos volvimos a separar. Me queda el placer del reencuentro y de haber conocido a personas muy interesantes.
La vida sigue y, en un eterno retorno, vuelve a ser lunes, un lunes sin lluvia en el que vuelven los relatos. Vuelve Bolboreta.
Y para quienes no han leído nada de esta historia ambientada a caballo entre Madrid y A Coruña en 1936, os animo a leerla (no os tomará mucho tiempo). Aquí empieza y esta fue la anterior entrada.
Francisco se incorporó rápidamente y fue hacia la
ventana para observar lo que ocurría.
«La luz volvió a titilar mientras una
pequeña humareda ondulante emergía de la bombilla.»
—Tenga cuidado, Don Francisco —señaló el comandante
de la guardia de asalto precavido.
Desde su posición, escondido tras las tablas de
madera y los sacos que habían apilado a lo largo de la noche junto a la
ventana, Francisco percibió lo que ocurría en el exterior. Los militares
avanzaban ordenados por la calle que presidía el edificio del Gobierno Civil.
Apenas se oía nada aún, ni siquiera el retumbar del paso marcial de las botas
de la soldadesca. Las huestes sublevadas se acercaban con el fusil al hombro,
enarbolando sus argumentos y espantando a las gaviotas que volaban graznando su
miedo.
En aquel preciso instante, por enésima vez ese día,
el teléfono volvió a sonar. Con calma, el joven gobernador se acercó y lo
descolgó.
—¿Diga? Francisco Pérez Carballo al habla.
—Soy el coronel Martín Alonso—contestó una voz
contundente al otro lado del aparato—. En nombre de España y de la República,
le ordeno que se rinda y entregue el Gobierno Civil.
—Usted no es la República y no reconozco su
autoridad —objetó con insolente seguridad el gobernador—. Quiero hablar con su
superior, el General Caridad Pita. —En realidad, Francisco tenía exiguas
esperanzas de poder conversar con aquel hombre que había trabajado a su vera,
tratando de apaciguar a los militares de la ciudad en los días previos.
—Caridad ha sido arrestado y usted está ocupando
ilegalmente el edificio del Gobierno Civil. Entréguese —ordenó el militar
escueto pero terminante.
—Tendrá que venir a buscarme aquí, coronel. He sido
nombrado por un gobierno elegido por la soberanía nacional y no voy a abandonar
mi puesto —afirmó Francisco con firmeza aunque sintiera sus piernas desfallecer.
—No reconozco su gobierno de pusilánimes —objetó el
coronel impaciente—. Hágase el héroe, son los protagonistas de las tragedias
clásicas… pero aténgase a las consecuencias de sus estúpidas decisiones.
La llamada se cortó repentinamente, al igual que la
línea, pues el auricular del teléfono se quedó mudo. Las miradas de los
presentes se cruzaron dubitativas. El joven gobernador civil empezó a vacilar.
¿Y si los guardias de asalto le daban la espalda? ¿Y si lo entregaban a los
militares? El mutismo había invadido la sala y la paranoia acechaba a Francisco
mientras sentía una gota de sudor deslizándose, veloz, por su columna
vertebral. Aquella calma tensa sólo se vio interrumpida por el golpear de las
balas contra el pétreo edificio.
«Mis ojos, deslumbrados, empezaron a
percibir esas extrañas manchas de oscuridad que invaden la vista de quienes
osan enfrentar su mirada a la potestad del astro rey.»
—¡Rápido, a las ventanas! —vociferó el comandante
Quesada a sus hombres, quebrando enérgicamente las dudas. La decena de guardias
de asalto imitaron a su superior y, pronto, las detonaciones y los silbidos de
las balas invadieron el ambiente.
Fuera, las ametralladoras despiadadas hacían fuego.
Las sombras de las gaviotas, que sobrevolaban en círculos concéntricos la
escena, pasaban sobre el cuerpo de uno de los soldados, caído fulminado por el
disparo del más joven de los guardias de asalto. El comandante Quesada reparó
entonces en un pequeño pero peligroso detalle. Como un discóbolo, un militar
estaba lanzando una granada contra el edificio.
—¡A cubierto! —gritó el hombre corriendo hacia la
parte trasera de la habitación en donde ya se hallaba Francisco. La explosión
fue un estruendo que sacudió el suelo de madera. Por fortuna, parecía que aquel
pequeño artilugio de muerte había impactado contra uno de los pisos inferiores.
El tiroteo se reanudó en un macabro intercambio letal. Sobre el enlosado de la
calle, las balas saltaban como pulgas rabiosas. Los lanzamientos de granadas se
sucedieron, pero ninguno alcanzó la altura suficiente ni obtuvo sus mortíferos
frutos.
«Para la bolboreta, aquel punto lumínico
suponía una llamada hechizante en medio de la oscuridad. Como la hija del dios
Helios, la seductora Circe, atraía a su presa con su belleza serena y, a traición,
la atrapaba.»
La aguja del minutero del reloj, colgado del muro
intacto del despacho de Francisco, había recorrido por dos veces su
circunferencia. Tras dos horas de denso tiroteo, los disparos, extrañamente, se
detuvieron. El silencio en la calle era tal que hasta se oía el batir de las
alas de las gaviotas desbocadas. Sus graznidos estridentes ponían en tensión
los sentidos de los presentes.
—¿Por qué se han detenido? —preguntó Francisco al
comandante Quesada.
—No lo sé —contestó el hombre incrédulo. A pesar de
su férrea defensa, de la abundancia de munición y provisiones, la posición era
débil. Si no recibían refuerzos, tarde o temprano, tendrían que rendirse cual
Numancia—. Quizás hayan decidido no desperdiciar más balas con nosotros y esperar
a que el tiempo haga su trabajo.
—Muy seguros deben de estar estos cabrones para
actuar así —planteó perplejo uno de los hombres.
—Es que a lo mejor ya cayó Madrid y el resto de
España —sugirió otro de los guardias de asalto aprensivo, girando sus ojos hacia
la radio.
—Ya no funciona —negó Francisco al percibir el
gesto—. No hay luz. Estamos incomunicados.
El gobernador civil acercó su mano doblada a su
boca como si estuviera pensando, aunque aprovechara en realidad aquel
movimiento para besar discretamente su alianza. Sacó a continuación su
pitillera y ofreció unos cigarrillos a los demás hombres. El tabaco crepitó al
quemarse tras la honda calada del político que buscaba sosegar su ansiedad.
Juana habría sabido qué decir, qué hacer, siempre sabía cómo actuar en cada
momento, pensaba Francisco. Pero estaba solo frente a aquellos hombres, sin
poder ofrecerles más que unas tristes hojas de tabaco trituradas, envueltas en
papel de arroz. El simple recuerdo de su idealizada mujer, sin embargo, volvió
a envalentonarlo.
—Os agradezco sinceramente lo que estáis haciendo
por la República, por la ciudad… Esto no es fácil, pero tenemos que resistir
hasta que lleguen refuerzos. La República no pudo ser barrida en unas horas. No
podemos rendir esta ciudad a los militares. No podemos rendirnos ante el
maldito poder de las armas… No…
Francisco
iba a seguir con su manido discurso de aliento cuando una detonación restalló
en el edificio, haciéndolo temblar. Un fino polvillo de yeso cayó desde el
techo y todos los guardias de asalto corrieron a sus puestos.
—¡Joder!—maldijo uno de los hombres—. ¿De dónde
cojones ha venido eso? —preguntó advirtiendo cómo en la calle los militares
mantenían su posición sin que nada en absoluto hubiera cambiado.
Una nueva explosión fue la única réplica que
recibió. Un enorme cascote se desprendió del techo cayendo sobre él, y la
sangre comenzó a brotar de su cráneo aplastado. Se podía apreciar la gran
brecha que había dejado en su cabeza, taponada por el bloque de piedra y
cemento del que un reguero bermellón ambicionaba brotar. Se había muerto tan
rápido que su dedo aún hacía ademán de querer disparar su fusil.
—Nos deben de estar bombardeando desde el cuartel
de Parrote con artillería pesada —constató finalmente el comandante Quesada en
vista de los acontecimientos, aunque el hombre que había formulado la pregunta
jamás escuchó su respuesta.
Las detonaciones atronadoras se sucedían con
virulencia pirotécnica. Como si del último día de Pompeya se tratara, el espeso
humo parecía querer quemar las gargantas de quienes ansiaban respirar. Tosiendo
y escupiendo, Francisco se acercó hasta la ventana buscando el aire del
exterior. Jadeó, percibiendo el siseo de una bala pasar cerca de su oído. Se
agachó justo a tiempo para ver cómo un proyectil estaba entrando directamente
en el despacho. Reventó la pared sobre la que el reloj se había mantenido en
funcionamiento, marcando el compás de aquel combate desigual. Tres guardias de
asalto desaparecieron tras el velo de la muerte, conformado por una espesa polvareda
de yeso y cascotes tintados con sangre.
«A pesar de las difusas manchas
negras que querían nublar mi vista, distinguí cómo el cuerpo calcinado de esa
mariposa noctámbula caía pesadamente sobre el suelo.»
El rostro de Francisco se descompuso descubriendo
aterrado aquella escena macabra. Un estridente pitido había reemplazado el
estentóreo ruido circundante. Desorientado, el gobernador sentía su corazón
latir en la sien. Aquello era una ratonera, un ataúd en forma de elegante
edifico. Sus piernas en ese momento respondieron milagrosamente. Alarmado
corrió arrancando el mantel blanco de la mesa, y volvió hacia la ventana para
agitarlo con vehemencia. Desde ahí, pudo distinguir fugazmente, el cuerpo de
una gaviota pegada al suelo con la fuerza de los cadáveres.
Continuará...
Continuará...
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