En este lunes en el que la lluvia hace un pequeño impás, seguimos con las venturas y desventuras de Juana y Francisco.
Bolboreta: Ojo por ojo y todos somos ciegos
«Nos casamos unas semanas después del
anuncio de tu nombramiento. Fue una mañana de marzo, en la que los techos de
Madrid eran agasajados con la misma etérea luz del día en el que realmente nos
conocimos. La ceremonia civil fue sencilla, sin grandes alardes, y contaba con
la presencia de quienes verdaderamente apreciamos y queremos.
Pronto llegamos a La Coruña,
presidiendo el desfile del 14 de abril. La ciudad no era el remanso de paz que
hubiera presupuesto, sino la viva imagen de este país. No tardó en iniciarse la
campaña electoral para la aprobación del Estatuto de autonomía. Pusiste todo tu
esfuerzo y empeño en aquel referéndum. El ambiente era de euforia para algunos,
de miedo para otros y de profundo rechazo para un pequeño sector de la
sociedad. A pesar de ello, tus interminables horas dedicadas a esa agotadora
campaña, tuvieron su fruto con una victoria abrumadora.
En medio de tanto movimiento,
algarabía y rechazo, de grandes noticias para nosotros, no he podido disfrutar
como hubiera deseado de estas lejanas tierras; del hechizo del mar, del encanto
de una ciudad de cristal en la que el a veces esquivo reflejo del sol, sobre
las infinitas galerías, ilumina la torre que marca el legendario sepulcro del
malogrado gigante Gerión.»
El tintineo de los cubiertos
se había detenido devolviendo el comedor al silencio. En aquel 19 de julio de
1936, el verano parecía haber ganado la batalla tras una primavera que el joven
matrimonio intuyó perenne. Un calor húmedo se había impuesto desde hacía unos
pocos días. Las ropas semejaban pegarse a la piel y el sudor, servirles de
adhesivo.
—¿Qué vas a hacer, Paco?
—preguntó la mujer rompiendo el transitorio silencio—. Esto cada vez tiene peor
semblante. La ciudad se está convirtiendo en un hervidero. La fortuna quiera
que la locura desatada con este alzamiento militar no llegue a buen puerto.
—Casares acaba de
dimitir—contestó Francisco taciturno como si hubiera dado una verdadera
respuesta. No parecía una simple casualidad que aquel joven prometedor fuera
nombrado gobernador civil en la ciudad de la que era oriundo Santiago Casares
Quiroga. El que había sido elegido, pocos meses atrás, como presidente del
gobierno era para Francisco, un verdadero mentor.
—Casares es una gran persona,
todos lo sabemos. Nadie duda de su trabajo y en el Estatuto de Autonomía de
Galicia perdurará su legado… Bueno, si estos desgraciados no tratan de
impedirlo a punta de pistola —aclaró lo último negando—. Pero también tienes
que ser consciente de la verdadera situación y él no parece querer enfrentarse
a la realidad. He leído en la prensa que llegó a decir que si los militares se
han levantado, él se va a acostar —citó Juana incrédula—. ¿En qué cabeza cabe
negar la realidad? Hay militares sublevados en media España. Nadie quiere una
guerra civil, pero ahora es necesario defender la legalidad constitucional.
Francisco suspiró.
—Esto es un absoluto
sinsentido —sentenció el hombre tomándose la cabeza y masajeándose la sien—.
Parece que aquí impere la ley de la selva y del Talión juntas. Cada cual quiere
demostrar que es más fuerte y cada golpe es devuelto con más ímpetu. Ojo por
ojo y todos somos ciegos —se quedó en silencio durante unos instantes antes de
seguir, tratando de reunir fuerzas para hilvanar sus propias palabras—. La
tensión es incontenible. Llevo dos días con Caridad Pita dando vueltas por
todos los cuarteles tratando de sosegar ánimos —explicó nombrando al general
jefe de la Brigada de Infantería con sede en A Coruña. Aquel hombre era uno de
los pocos altos mandos en los que Francisco confiaba—. Y entiendo que la gente
esté preocupada, tensa, incluso rabiosa, pero ¡maldición! si les entrego armas,
les daré argumentos a los militares para que se unan a la sublevación. Y…
quemar ahora la Iglesia de San Pedro Mezonzo de Cuatro Caminos, no fue
precisamente la mejor idea.
Tres golpes secos resonaron en
aquel momento contra la puerta del comedor. Como un pájaro de mal agüero, el
gesto serio del hombre que acababa de llamar y se asomaba, no daba cabida a
buenas noticias. Francisco, fatigado y disgustado a la vez, tiró su servilleta
sobre la mesa y con grandes pasos salió de la habitación.
Aquella noche parecía un
compendio de suspiros para cuando el joven gobernador civil volvió a entrar.
Juana lo observaba expectante, preocupada en realidad ante aquella tormenta que
amenazaba con liberar el arsenal de rayos de Júpiter y que ni Santa Bárbara
aparentaba querer detener.
Francisco volvió a sentarse,
buscando con nerviosismo su pitillera para tomar de su interior un ansiado
cigarrillo. Tras el rasgar del fósforo y el consecuente nacimiento de una
trémula llamarada, aspiró una honda calada.
—Paco, por Dios, ¿dime qué
demonios está pasando? —inquirió Juana nerviosa ante el mutismo de su marido.
Una serpenteante neblina de
humo acababa de invadir el aire más próximo a Francisco que, al fin, volvió a
hablar:
—Parece que todo lo que pueda
hacer no sirve de nada. Ellos siguen erre que erre, cueste lo que cueste…
Resentidos reaccionarios —pronunció lo último lentamente y con rabia
subyacente—. Un buen puñado de militares se ha reunido en una fonda de Cantón
Pequeno… conspirando e intrigando. Al parecer, mañana se unirán a la rebelión.
Acaban de huir de un grupo de militantes socialistas por el patio de luces,
como las ratas cobardes que son.
Francisco se tomó la frente
con su mano libre, quedándose callado y meditabundo. Juana, por su parte,
tampoco dijo nada. Las noticias no eran alentadoras.
—Tienes que irte de la ciudad,
Juanita. Sabes que te respeto, pero ahora la situación es cada vez más
peligrosa.
—Pero no quiero dejarte solo
—insistió la mujer—. No quiero y no puedo hacerlo, y menos en un momento como
éste.
—No eres tú sola, Juanita.
También está el niño… —alegó mirándola a los ojos mientras posaba, con
suavidad, su mano sobre el vientre de la mujer que mostraba una innegable
curvatura —. No me lo perdonaría si algo os ocurriera.
Hola, Sandra. A pesar de lo complicado que resulta seguir el hilo a una historia por entregas (teniendo en cuenta que entre lectura y lectura hay que sumar el montón de blogs que uno visita entre medias, alguna que otra lectura pendiente y las historias propias que uno escribe), me complace decirte que estoy siguiente tu relato con interés. Consigues mantener la intriga, y eso ya es un logro. Esperaré con ganas la siguiente entrega. Saludos.
ResponderEliminarMi nombre es Leonor, soy administradora de un sitio web. me ha gustado su página y le felicito por hacer un buen trabajo. Por ello me encantaría contar con tu sitio en mi directorio, consiguiendo que mis visitantes entren tambien en su web.
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Leonor Ancco.
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ResponderEliminarLucy García.
Hola, Sandra.
ResponderEliminarHe seguido con interés tu historia, a pesar de no ser exactamente de los temas que más me gusta. Creí que la habrías terminado pero veo que dejaste de escribir. Supongo que por razones de peso y tiempo. Algunas las conozco, otras no.
No he sabido lo que pasó con tu Nanowrimo, si lo terminaste, si lo conseguiste y si te ayudó.
Espero que vuelvas pronto a este mundo tan movido y etéreo como es el de los blogs.
Un abrazo.