Hoy es un lunes nuboso y, por fin, vuelven los relatos. Bolboreta, este relato del que os hablaba —aunque esté mal decirlo —, como uno de mis escritos propios favoritos se acerca a su final. Supongo que la mayoría no recordará ya la historia.
Si os apetece adentraros en ella, tampoco os tomará demasiado tiempo. Aquí empieza y esta fue la anterior entrada.
Si os apetece adentraros en ella, tampoco os tomará demasiado tiempo. Aquí empieza y esta fue la anterior entrada.
Bolboreta: Como polillas hacia la luz
«No hubo tiempo para muchos preparativos y tampoco para grandes despedidas.
Quería ayudarte a enfrentarte a todo aquello… Aunque seas tan joven, tu
determinación no tiene grietas. La estridente campana del teléfono no dejaba de
sonar, mientras el golpear de los pasos se sucedía en un frenético ir y venir.
Las sirenas del puerto roncaban de cuando en cuando, acompasadas por el
insidioso graznar de las gaviotas. Voces, exclamaciones, iras, gritos, las
palabras se cruzaban estentóreas. La comunicación con Madrid se había perdido.
Te oía hablar de una huelga general para frenar la salida de los militares,
dando órdenes para el atrincheramiento en el edificio del Gobierno Civil.
Trataba de calmarte, aconsejarte, ayudarte en esos difíciles e inciertos
momentos, pero el sosiego nunca fue una de mis virtudes.
Unas horas después, con nocturnidad y alevosía, Gonzalo vino a recogerme.
Nunca olvidaré la peculiar oscuridad de aquellos intrincados caminos mientras
nos dirigíamos hacia Muxía. La negrura sembraba recelos a cada nueva curva. A
cada esquina le sucedía una nueva duda, un nuevo temor engrandecido ante un
escuálido arbotante de luna que, en esa noche de julio, no alcanzaba a iluminar
la bóveda celestial.
Llegamos finalmente a Muxía, y Gonzalo me ofreció una habitación. No pude
dormir. Las horas se fueron sucediendo en medio de un clamoroso silencio. Decía
mi profesor de piano, hace ya muchos años, que había de aprender a escucharlo.
En el lenguaje musical, las sonoras notas figuradas poseen sus recíprocas
némesis mudas que marcan la pausa. Aquellos silencios de redondas,
corcheas, semifusas representados grácilmente en el pentagrama exhortaban,
según aquel hombre, a destruir las convenciones de los sentidos, para mostrar
que silencio y sonido siempre están en continuidad. Pero yo ya no hallaba esa
continuidad. El silencio se había instalado, doloroso y enloquecedor. No sabía
nada de lo que estaba ocurriendo tras las paredes de la casa de Gonzalo, no
sabía nada de ti.
Varios días se sucedieron en medio de
un sofocante mutismo cuando reparé en un breve chispazo. La luz de la
habitación en la que estaba instalada osciló, y mis ojos se posaron
indefectiblemente en aquella “mariposa noctámbula”, en aquella bolboreta que,
inconsciente, se había arrojado hacia la luz.»
No se oía nada. Desde que las sirenas de los barcos
se habían callado, minutos antes, un tenso silencio pesaba sobre A Coruña.
Francisco aún miraba fijamente hacia la radio que acababa de apagar. Era una
suerte que Juana se hubiera marchado hasta la alejada casa de su amigo de
partido, Gonzalo López Abende, pues las noticias no eran alentadoras y el
futuro, en aquel 20 de julio, parecía dibujarse cada vez con menos claridad.
El mantel blanco de la mesa en la que Francisco
estaba sentado lucía impoluto. No había sido capaz de probar bocado. Se sentía
impotente ante lo que estaba ocurriendo. Inútil, pues sus horas de dedicación,
por primera vez en su vida, no daban sus frutos. Lo había intentado todo, según
su perspectiva. A las once de la mañana, en un claro gesto desesperado ante la
inminente sedición, retransmitió un mensaje en Radio Coruña para defender la
democracia; sin embargo nada parecía funcionar ni frenar aquel desastre. No
olvidaba las palabras del bando proclamado por los militares sublevados en la
cercana plaza de María Pita y retransmitidas en la misma radio en la que, horas
antes, había defendido el orden vigente.
Era extraño percibir la entereza con la que lo
observaba un guardia de asalto que, sentado circunspecto sobre una silla
cercana a él, no llegaba ni a la veintena de años.
—No quiero importunarle pero no puedo quitarme de
la cabeza las palabras que dijo ese militar en la radio —afirmó el joven
espigado rompiendo el silencio—. Si me permite preguntarle, ¿ya no es el
gobernador? —planteó el guardia de asalto con ingenuidad.
—Para ellos, no —contestó paciente Francisco a
pesar del bullicio interno de su mente—. Suspendieron las garantías
constitucionales, depusieron de sus cargos a todas las autoridades legales. Así
que para ellos ya no soy gobernador civil, pero para el gobierno de la
República —si es que éste se mantenía en pie y Francisco, a pesar de la falta
de noticias, confiaba en que así siguiera siendo—, sí lo soy, y eso es lo que
importa realmente —concluyó con convicción.
Aquel bando
militar, pensaba el gobernador civil de A Coruña, era un auténtico disparate.
Francisco recordaba la voz nasal del oficial anunciando, con frialdad, su
contundente mensaje, en el que amenazaba con el fusilamiento de los huelguistas
o instauraba la censura de prensa. La última frase transmitida con claridad a
través de las ondas hertzianas, volvía, una y otra vez, a su memoria. El
mensaje concluía con una tajante advertencia: «Quien no lo secunde, será mi
enemigo y será tratado como tal. ¡Viva España! ¡Viva la República!». Aquellas
palabras sonaban, para el marido de Juana Capdevielle, a broma de mal gusto.
—Ya, si es que… —empezó a decir el joven que fue
interrumpido por una decena de hombres vestidos como él, con uniforme azul. Se
puso automáticamente en pie para escuchar las palabras de su superior, quien ya
se había adelantado y se veía realmente agitado.
—¡Los militares! —anunció el comandante Quesada
apresuradamente—. Están rodeándonos.
Continúa aquí
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