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lunes, 30 de mayo de 2016

Bolboreta: el efecto mariposa

 Hola a todos. Hoy fue un lunes en el que se vislumbraba entre las nubes un camino hacia el verano. Seguimos con Bolboreta. Este es el penúltimo capítulo y si aún quereís engacharos a esta historia, estáis a tiempo. Os dejo un resumen de unas 600 palabras.

Si preferís tomaros el tiempo de leer esta historia entera os llevará una media hora de vuestras vidas, que, espero juzguéis, os habrá valido la pena.  Aquí empieza y ésta fue la anterior entrada.

Bolboreta: el efecto mariposa


Composición de mariposas que crean un efecto mariposa

«Ya no puedes pensar. Sólo vives en el recuerdo, en ese pequeño cuerpo que crece en mí y que no conocerá a su padre y quizás ya no nacerá. ¿De qué vale nacer en un mundo como éste? En el que la libertad es barrida por las armas, en el que el pensamiento es encañonado, tiroteado y asesinado sin piedad.
Esto ha sido como lo que, recelo, te ha matado: un disparo súbito y fugaz, esperado y preciso, un impacto justo entre las cejas.
Nunca creí que la mandíbula pudiera dolerme de tanto llorar, pero, a pesar de ello, mi llanto prosigue sin sentido real, pues no te devolverá a este mundo. Hay algo en mi pecho que no me deja respirar, una opresión que comprime mi corazón como si fuera una esponja exprimida con fuerza que vertiera lágrimas. Quizás debiera abrir lentamente mis venas con esta pluma, derramar mi sangre en vez de mis sollozos para morir y abandonar este absurdo lugar. Desistir de escribir estas insensatas líneas; esta carta a nadie… esta respuesta a tus palabras desde ninguna parte. Pues Dios no existe y si tenía el más mínimo atisbo de duda, ha desaparecido ante el cadáver de esa bolboreta nocturna calcinada, ha dejado de existir junto con tus pensamientos…»

Un chiflido acompasó el movimiento de Juana al arrancar las hojas de la libreta en la que había escrito su «carta a nadie». Las observó perdida en medio de sus sollozos. De repente, las rompió, desgarró y destrozó, como si al convertir el papel en un confeti para una fiesta macabra, pudiera vengar la muerte de Francisco.
Las horas siguieron y, nuevamente, encerrada en el círculo vicioso de la percepción, al silencio le volvió a suceder el sonido. Los goznes de la puerta de su celda chirriaron y giraron.

*****
—No me devolvieron su alianza… No me devolvieron nada. No sé siquiera en dónde está su cuerpo —afirma Juana mirando hacia las gafas redondeadas de Victorino Veiga.
Diez días han pasado ya desde que la liberaron de la cárcel. No le dieron ni una explicación. Sola, desesperada, en la calle, y con la única obligación de no residir en la capital provincial, había sido acogida por Victorino Veiga, compañero de partido de su marido y amigo, en su casa de Culleredo.
—Sé que te estoy pidiendo un imposible, Juana, pero no debes recordar lo que ha pasado. Tienes que poner tu vista en el futuro, pensar también en tu hijo. Mañana nos iremos de aquí.
Juana parece no haberle escuchado.
—No necesito una tumba para rezar pero sí para creerme que está muerto. Un lugar en el que pueda despedirme de él. Decirle simplemente adiós. Si pudiera cavar yo misma ese hoyo para que mi cuerpo se embriagara en el esfuerzo y mi mente lograra descansar… Él pudo decirme adiós, pero yo…—suspira—. Y se dicen cristianos. No hay una tumba en donde llorar —baja la mirada—, ni me quedan fuerzas para hacerlo.
Victorino, incómodo, remueve la cánula de su pipa.
—Entiendo que todo esto es duro Juana, pero el tiempo, los años y me atrevo a decir que la Historia, pondrán a cada uno en el lugar que le corresponde. Nosotros ahora tenemos que salir adelante, sobrevivir.
—Sobrevivir… Madrid no ha caído y venceremos. Algún día, asistiré a la muerte de esos asesinos retrógrados —asevera Juana manteniendo su mirada incrustada en los pequeños anteojos circulares de Victorino—. Pero ¿hablar de Historia a estas alturas? Ellos han pisoteado las reglas del juego. Sin embargo, quizás, nunca supimos crear las adecuadas. —Un suspiro es exhalado de entre los labios de la bibliotecaria—. He tenido tiempo para pensar en la cárcel. Algunos de los ahora fieles a la República han transgredido esas reglas también. Recuerda cómo se pusieron las cosas en el treinta y cuatro… No hemos sabido evitarlo, no hemos afianzado la democracia y ahora… Ahora lo estamos pagando con sangre tan roja como algunas de las ideas que se pregonaron. La historia juzgará todo eso también… —chasquea su lengua—. O no —ríe muy levemente con obvio cinismo —, y a decir verdad, ahora mismo, me importa un comino la Historia y su huella indeleble en la consciencia de los hombres.
Victorino no sabe qué decir ni qué hacer para ayudar a la mujer.
—Necesitas descansar Juana. La cárcel, lo que le ha pasado a Francisco y también tu embarazo. Luego verás todo con más perspectiva.
—¿Perspectiva? Recuerdo cómo Ortega me decía, cuando aún era alumna, que el hombre es capaz de modificar su contorno en el sentido de su conveniencia… Quizás un día pueda ver esas ingestas forzadas de aceite de ricino como una ayuda para mi sistema digestivo.
Juana se queda callada durante unos largos y pesados segundos. Victorino, mientras tanto, inunda la habitación con las tortuosas líneas de humo que emergen de su pipa. Los ojos de la mujer siguen el recorrido fantasmagórico de éstas hasta que, finalmente, se posan en su propio cuerpo. La visión de su redondeado vientre produce un inesperado efecto mariposa en su mente.
—Perspectiva… —reenfoca la mujer pensativa—. Quizás pueda lograrlo a la postre. Empezar de nuevo… Será como lanzar una moneda al vuelo y ver si tengo suerte. Tendré que ser como Sísifo, y esperar que no vuelva a deslizarse la piedra…
Sin embargo, todo acaba cayendo por su propio peso. Los vasos se rompen al chocar contra el suelo, la hierba se moja al llover, las piedras ruedan pendiente abajo y las monedas, lanzadas al aire, se caen presentando una cara o la cruz.
Tres sonoros golpes doblan contra la puerta de la casa de Victorino Veiga. Todo ocurre con una rapidez inusitada. Unas palabras, unas protestas, y Juana Capdevielle sube a un coche rodeada por dos guardias civiles.

—¿A dónde me llevan? —pregunta. Pero no hay respuestas, sólo el transitorio silencio resquebrajado por el zumbar del motor del auto. 

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Imagen procedente de: http://www.laciudadviva.org/blogs/?p=14644

lunes, 23 de mayo de 2016

Bolboreta: El silencio

Hola a todos, en este lunes soleado, seguimos con  "Bolboreta", un relato basado en hechos históricos. El final cada vez está más cerca y para los que no leyeron nada del relato hasta ahora, os dejo un resumen, de menos de 600 palabras, con todo lo sucedido y los pasajes más importante, para que podaís engancharos si así lo desáis.



Si lo preferís, podéis leerlo entero (os llevará como mucho media hora). Aquí empieza y ésta fue la anterior entrada.
Bolboreta: El silencio

Mujer espera enloquecedora y sólo escucha el silencio

«Avancé unos pasos y me agaché para observar el cadáver maltrecho de aquel insecto y, simplemente, lloré. Tantas horas esperando, tanto silencio sin sonido, preguntas sin respuestas, pudieron con mi razón. Cuatro días habían transcurrido con sus inefables noches desde que te había abandonado a la diosa Fortuna. Cuatro días sin ninguna noticia del mundo exterior, pues aquella casa no tenía radio.
Habrás de perdonarme por haberlo estropeado todo al final. La experiencia me ha demostrado cuánta sabiduría encerraban mis viejos prejuicios acerca del amor. Los amantes, desesperados, actúan con singular precipitación y falta de raciocinio. Cumpliendo con aquel primigenio supuesto, no pude escaparme a la telaraña de este simple silogismo aristotélico.
Como aquella mariposa nocturna, perseguí la luz. Bajé corriendo las escaleras y, a pesar de las advertencias de Gonzalo, salimos en busca de un teléfono. Cuando al fin lo hallamos, llamé con exasperado apresuramiento a la Guardia Civil para que me informaran acerca de tu paradero.
 “Claro, señora. Ahora vendremos a recogerla y la llevaremos junto al señor gobernador que está sano y salvo.”
Ésta fue, grosso modo, su respuesta. Nunca creí que pudiera escupir de forma tan insolente sobre la faz de la razón. Definitivamente, habré de confirmar las palabras que mi siempre apreciado profesor, Ortega y Gasset, apostillaba con realismo. “El enamoramiento es un estado de miseria mental en que la vida de nuestra conciencia se estrecha, empobrece y paraliza.” ¿Pero qué hubiera sido de mi vida si no te hubiera conocido y amado?
Como no podía ser de otra forma, unas horas más tarde, estaba encerrada en esta sórdida celda de La Coruña. Tan cerca y tan lejos de ti a la vez.»
Todo había transcurrido en una paradójica miscelánea de celeridad y extrema lentitud. Primero llevaron a Francisco hasta el cuartel de Atocha en donde fue recibido y despedido, en apenas unas horas, por los cáusticos comentarios del coronel Martín Alonso. No había tenido tiempo siquiera de pensar en su nueva situación hasta su traslado a la cárcel de la Torre. Un nombre curioso para una penitenciaría, pues le otorgaba ciertos tintes medievales a pesar de su reciente construcción.
Tras el inicial interrogatorio, imbuido en la asfixiante soledad de su celda, Francisco tuvo cuatro días para reflexionar. Cuatro noches para escuchar, con aprensión, el asesino suspiro de las balas y los gritos de los que se aprestaban a morir fusilados frente al vetusto faro romano. Cada anochecer oía también el graznido penetrante de las gaviotas, batiendo sus alas sobre los techos de la prisión. Aquellos chillidos de las aves parecían una jactanciosa burla. Una ostentosa demostración de la libertad animal frente al encierro de los hombres.
El sol había vuelto a retirarse tras la línea del horizonte con rumbo a tierras más pacíficas, cuando el joven gobernador pudo escuchar el ajetreo de una llave en la puerta de su celda.
Un hombre grueso, vestido con hábito marrón oscuro entró. Lucía una pequeña pero llamativa mancha de nacimiento justo debajo de su ojo derecho que le proporcionaba un perpetuo aire de tristeza. Parecía estar llorando. Con la misma parsimonia con la que avanzaba hacia el joven, el fraile compostelano empezó a hablar:
—No le queda mucho tiempo, hermano. Ha llegado el momento de encomendar su alma a Dios.
—¿Mi alma a Dios? —aquello fue como un golpe, un gancho de derecha directo a la boca del estómago. Francisco sintió sus piernas temblar primero y luego, un terrible sentimiento de incomprensión—. ¿No hay… juicio? —preguntó anonado.
—Sólo vengo a cumplir con mi deber. No tengo más información que la de tener que confesarle —contestó Fray Bonifacio, lacónico.
Francisco se sentó en el camastro tomándose la cabeza entre las manos. Tras unos minutos de silencio, se acercó los dedos a los labios y besó su alianza. Volvió a alzar su mirada azulada hacia el fraile que había tenido la decencia de no interrumpirlo.
—Habla, hermano, despréndete de las cadenas de tus pecados para hallar la paz.
—Déjese de sus discursos preconcebidos. No tengo ni ganas ni paciencia —rezongó Francisco— Es otro interrogatorio en realidad, ¿no? Una forma de sonsacarme una información que ya os entregué, pues no hice nada de lo que tuviera que avergonzarme.
Había mentido en realidad en algunos datos, paraderos, como el de su mujer.
—Debería creer en el secreto de confesión —Fray Bonifacio se quedó callado, ofendido, durante unos segundos—. ¿No va a confesarse? ¿No quiere estar en paz con Dios? —preguntó incrédulo el fraile.
—Guárdese su confesión y déjeme pasar mis últimas horas en paz —escupió Francisco con rabia contenida.
—Yo de usted, hermano —aquella palabra sonaba especialmente irónica en los labios del religioso en ese instante. Su mancha de nacimiento, que recordaba una lágrima derramándose, parecía ahora más de indignación que de lamento—, me lo pensaría. Si se confiesa, tiraremos a la cabeza, si no lo hace, será a la barriga.
«La realidad es que perdí la cuenta del tiempo desde que estoy encerrada en la cárcel. Todos los días son iguales, taciturnos y solitarios. No hay sol, no hay noche, sólo esta maldita bombilla que nunca se apaga y no deja de recordarme la muerte de esa bolboreta nocturna: mis errores. Quisieron hablar conmigo al principio. Horas de preguntas sin sentido, de palabras revueltas, de humillaciones, burlas odiosas y luego, como pregonaba mi profesor de música, al sonido le sucedió irremediablemente el silencio. No sé cuántas redondas fueron expresadas en el pentagrama, aunque sí sé que los militares tuvieron un extremo mal gusto al componer tan odioso réquiem.
He dado vueltas hasta llegar a este momento, como si mientras escribiera pudiera postergar la realidad, como si relatándote nuestra historia, la reviviese y llegara a creerme su desenlace, o incluso, cambiarlo. Pero no.
Hace unos días entró un hombre por la puerta. No se regocijó en su labor. Fueron unas pocas y escuetas palabras para decirme que… te habían fusilado. Decirme que has muerto, que ya no estás en este mundo, que…»
Juana mantuvo su pluma en alto, obnubilada por el peso sus propias palabras.
«Tras su brutal anuncio, me entregó sin dilación una nota tuya. Si el número de lecturas gastara el papel, esa carta sería ya polvo y olvido.»
La bibliotecaria abrió lentamente su mano izquierda, encontrando ahí, una pequeña hoja arrugada. Su mirada se posó sobre aquella última carta que cruzaría nunca con Francisco, una despedida:
«Has sido lo más hermoso de mi vida. Donde esté y mientras pueda pensar, pensaré en ti. Será como si estuviéramos juntos. Beso tu anillo una vez cada día. Te quiero. Paco.»[1]

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Ilustración de Alexandra Levasseur



[1] Nota de Francisco Pérez Carballo a su mujer, conservada por los familiares de los protagonistas.

miércoles, 18 de mayo de 2016

¿Plagio o no plagio, esa es la cuestión?

   Hoy es miércoles, lo sé. No me he vuelto loca, no (o eso creo), pero hoy es un "miercolunes", pues ayer fue el "día das letras galegas" aquí, en Galicia, así que para muchos en mi tierra, hoy empieza o se reanuda la semana.
   Dicho esto, y tras un miércolunes al sol, quería empezar agradeciendo a las más de 50.000 visitas que ha recibido este blog desde que lo empecé. Sólo es una cifra pero, al menos refuerza la sensación de que hay alguien al otro lado de la pantalla de mi ordenador.
   Pero vayamos al meollo, hoy quería hablaros de un tema siempre candente en la realidad virtual: el plagio.


¿Plagio o no plagio, esa es la cuestión?

Caricatura basada en la escena del ser o no ser de Shakespeare

Parafraseando a Shakespeare planteo esta duda y es que en realidad, es un tema complejo que probablemente el famoso dramaturgo de la pérfida Albión se habrá planteado. Las últimas generaciones siempre tienden a mirarse el ombligo y pensar que tienen (tenemos) la exclusividad, tanto para lo bueno como para lo malo. El plagio es un mal endémico de nuestro siglo propagado por internet. Sin embargo, no es así, pues a lo largo de la Historia existieron numerosos y sonados plagios. ¿Qué hubiera dicho Homero si hubiera tomado una de esas puertas del ministerio del tiempo y se hubiese topado con la Enéida de Virgilio? No lo sabemos. ¿Y Athur Brooke, autor de un largo poema llamado “The Tragicall of Romeus and Juliet” de 1562, más de treinta años antes de la obra de Shakespeare?
El nombre de Shakespeare vuelve a surgir. El círculo se ha cerrado.  ¿Pero son realmente plagios? ¿Qué es un plagio?
Según la RAE es “Copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias.”Por lo tanto podríamos decir que la definición académica se compone de dos partes diferenciadas que aun así admiten también dudas en la interpretación. ¿Qué es lo sustancial? ¿Citas literales? ¿Una idea? ¿Varias? ¿Unas notas musicales? Sin entrar en polémicas de si Homero existió o no, ¿podría denunciar Homero a Virgilio por plagio? ¿Y Brooke a Shakespeare? 
Ambos beben de las obras precedentes. En el caso de Virgilio se podría decir que ambiciona darle a Roma una obra a la altura de la de su antecesor heleno y toma elementos claves tanto de la Ilíada como de la Odisea. En el caso de Shakespeare se suele decir que se “inspira” en Brooke cuando en realidad muchos lo consideran como una dramatización de su poema que, a su vez, bebe de otras historias anteriores presentes desde la antigüedad.
Existen muchos más ejemplos. La literatura o la música están llenos de éstos ¿Son entonces algunos de los mayores genios de la Historia unos plagiadores?
Lo que está claro es que el plagio tiene una larga Historia tras de sí, tan longeva como la de las creaciones y pasiones. La originalidad se convierte en una entelequia. ¿Aún se puede ser original?, planteaba en mi blog, hace un tiempo. ¿Por qué rebanarme entonces los sesos si ya todo está escrito? ¿Por qué escribir?
Dejando de lado ambos debates, ya abordados con anterioridad, si nos centramos en el segundo aspecto de la definición de la RAE que subraya la importancia de la apropiación de la autoría, entramos ahora en un nuevo campo.
Por mi parte, creo que es importante, por ejemplo, diferenciar el guiño del plagio. Una novela puede contener un par de versos, referencias a un párrafo dado vuelta de una otra obra anterior que guste mucho o una frase de una canción, sin que eso suponga un plagio sino un homenaje. Es un terreno resbaladizo y tan subjetivo como la moral o la ética. Por suerte las leyes de propiedad intelectual hoy en día nos amparan y ayudan a objetivizar estas cuestiones. Las licencias, como Creative Commons, son bastante específicas con los deseos de los autores con sus creaciones. En la gran mayoría de los casos, si copiamos un contenido sin autorización o sin citar al autor incurrimos en una falta que puede tornarse en delito. Deja de ser una opinión maniqueista que va más allá del bien y del mal, es la ley.
Y si la ley no nos ampara como debiera, siempre nos quedará la vieja técnica que empleó el poeta romano Marcial con Fidentino, hace unos dos mil años: la vergüenza social.
“Corre el rumor, Fidentino, de que recitas en público mis versos, como si fueras tú su autor. Si quieres que pasen por míos, te los mando gratis. Si quieres que los tengan por tuyos, cómpralos, para que dejen de pertenecerme.”  (Epigrama XXX: A Fidentino el Plagiario)”

Imagen extraída de esta web

lunes, 9 de mayo de 2016

Un agujero en la pared

Bajo las nubes grises de este mes de mayo, llega un nuevo micro. Menos de doscientas palabras para hablar en libertad.


Un agujero en la pared



Cerró los ojos y dejó que el aire llenara sus pulmones. Escuchó el cerrojo girar y la puerta cerrarse. Una luz diáfana se filtraba a través de las rejas de las ventanas. Le gustaba imaginar lo que había al otro lado y ahora que lo habían liberado, lo recordaba.
Recordaba cómo aquellos agujeros en las paredes, huecos hacia una libertad negada, eran irónicamente los distintivos de su encierro.
Franqueó los símbolos y volvió a la libertad. Observó lo que había del otro lado de los muros y paredes, y sintió que la luz sin filtros quemaba sus pupilas. Sin embargo, se decía siempre a si mismo que tenía  suerte por volver a ser libre.
―¿Sigues recordando el encierro? ―le preguntaron un día.
Él asintió.
―Nunca podré olvidar. Nunca olvidaré las puertas y las ventanas cerradas.
Le miraron a los ojos. La luz que destilaban sus pupilas había ardido.
―Tú aún estás encerrado y tienes que cavar un agujero en tu pared para volver a ser libre. 

lunes, 2 de mayo de 2016

Bolboreta: el último día de Pompeya

 Hoy es un lunes soleado, al igual que lo ha sido toda la semana pasada. El sol fue primoroso para recibir a los hislibreños en Santiago de Compostela. Un fin de semana especial, en el que hubo que sobreponerse a las adversidades, y en el que no faltaron las charlas, las risas o los libros. El tiempo volvió a mostrar su relatividad y en un parpadeo, todos nos volvimos a separar. Me queda el placer del reencuentro y de haber conocido a personas muy interesantes. 
La vida sigue y, en un eterno retorno, vuelve a ser lunes, un lunes sin lluvia en el que vuelven los relatos. Vuelve Bolboreta. 
Y para quienes no han leído nada de esta historia ambientada a caballo entre Madrid y A Coruña en 1936, os animo a leerla (no os tomará mucho tiempo). Aquí empieza y esta fue la anterior entrada.



Bolboreta: el último día de Pompeya



 Francisco se incorporó rápidamente y fue hacia la ventana para observar lo que ocurría.

  «La luz volvió a titilar mientras una pequeña humareda ondulante emergía de la bombilla.»

  —Tenga cuidado, Don Francisco —señaló el comandante de la guardia de asalto precavido.
Desde su posición, escondido tras las tablas de madera y los sacos que habían apilado a lo largo de la noche junto a la ventana, Francisco percibió lo que ocurría en el exterior. Los militares avanzaban ordenados por la calle que presidía el edificio del Gobierno Civil. Apenas se oía nada aún, ni siquiera el retumbar del paso marcial de las botas de la soldadesca. Las huestes sublevadas se acercaban con el fusil al hombro, enarbolando sus argumentos y espantando a las gaviotas que volaban graznando su miedo.
  En aquel preciso instante, por enésima vez ese día, el teléfono volvió a sonar. Con calma, el joven gobernador se acercó y lo descolgó.
  —¿Diga? Francisco Pérez Carballo al habla.
 —Soy el coronel Martín Alonso—contestó una voz contundente al otro lado del aparato—. En nombre de España y de la República, le ordeno que se rinda y entregue el Gobierno Civil.
 —Usted no es la República y no reconozco su autoridad —objetó con insolente seguridad el gobernador—. Quiero hablar con su superior, el General Caridad Pita. —En realidad, Francisco tenía exiguas esperanzas de poder conversar con aquel hombre que había trabajado a su vera, tratando de apaciguar a los militares de la ciudad en los días previos.
 —Caridad ha sido arrestado y usted está ocupando ilegalmente el edificio del Gobierno Civil. Entréguese —ordenó el militar escueto pero terminante.
 —Tendrá que venir a buscarme aquí, coronel. He sido nombrado por un gobierno elegido por la soberanía nacional y no voy a abandonar mi puesto —afirmó Francisco con firmeza aunque sintiera sus piernas desfallecer.
 —No reconozco su gobierno de pusilánimes —objetó el coronel impaciente—. Hágase el héroe, son los protagonistas de las tragedias clásicas… pero aténgase a las consecuencias de sus estúpidas decisiones.
  La llamada se cortó repentinamente, al igual que la línea, pues el auricular del teléfono se quedó mudo. Las miradas de los presentes se cruzaron dubitativas. El joven gobernador civil empezó a vacilar. ¿Y si los guardias de asalto le daban la espalda? ¿Y si lo entregaban a los militares? El mutismo había invadido la sala y la paranoia acechaba a Francisco mientras sentía una gota de sudor deslizándose, veloz, por su columna vertebral. Aquella calma tensa sólo se vio interrumpida por el golpear de las balas contra el pétreo edificio.

  «Mis ojos, deslumbrados, empezaron a percibir esas extrañas manchas de oscuridad que invaden la vista de quienes osan enfrentar su mirada a la potestad del astro rey.»

 —¡Rápido, a las ventanas! —vociferó el comandante Quesada a sus hombres, quebrando enérgicamente las dudas. La decena de guardias de asalto imitaron a su superior y, pronto, las detonaciones y los silbidos de las balas invadieron el ambiente.
Fuera, las ametralladoras despiadadas hacían fuego. Las sombras de las gaviotas, que sobrevolaban en círculos concéntricos la escena, pasaban sobre el cuerpo de uno de los soldados, caído fulminado por el disparo del más joven de los guardias de asalto. El comandante Quesada reparó entonces en un pequeño pero peligroso detalle. Como un discóbolo, un militar estaba lanzando una granada contra el edificio.
 —¡A cubierto! —gritó el hombre corriendo hacia la parte trasera de la habitación en donde ya se hallaba Francisco. La explosión fue un estruendo que sacudió el suelo de madera. Por fortuna, parecía que aquel pequeño artilugio de muerte había impactado contra uno de los pisos inferiores. El tiroteo se reanudó en un macabro intercambio letal. Sobre el enlosado de la calle, las balas saltaban como pulgas rabiosas. Los lanzamientos de granadas se sucedieron, pero ninguno alcanzó la altura suficiente ni obtuvo sus mortíferos frutos.

 «Para la bolboreta, aquel punto lumínico suponía una llamada hechizante en medio de la oscuridad. Como la hija del dios Helios, la seductora Circe, atraía a su presa con su belleza serena y, a traición, la atrapaba.»

  La aguja del minutero del reloj, colgado del muro intacto del despacho de Francisco, había recorrido por dos veces su circunferencia. Tras dos horas de denso tiroteo, los disparos, extrañamente, se detuvieron. El silencio en la calle era tal que hasta se oía el batir de las alas de las gaviotas desbocadas. Sus graznidos estridentes ponían en tensión los sentidos de los presentes.
 —¿Por qué se han detenido? —preguntó Francisco al comandante Quesada.
 —No lo sé —contestó el hombre incrédulo. A pesar de su férrea defensa, de la abundancia de munición y provisiones, la posición era débil. Si no recibían refuerzos, tarde o temprano, tendrían que rendirse cual Numancia—. Quizás hayan decidido no desperdiciar más balas con nosotros y esperar a que el tiempo haga su trabajo.
 —Muy seguros deben de estar estos cabrones para actuar así —planteó perplejo uno de los hombres.
 —Es que a lo mejor ya cayó Madrid y el resto de España —sugirió otro de los guardias de asalto aprensivo, girando sus ojos hacia la radio.
—Ya no funciona —negó Francisco al percibir el gesto—. No hay luz. Estamos incomunicados.
El gobernador civil acercó su mano doblada a su boca como si estuviera pensando, aunque aprovechara en realidad aquel movimiento para besar discretamente su alianza. Sacó a continuación su pitillera y ofreció unos cigarrillos a los demás hombres. El tabaco crepitó al quemarse tras la honda calada del político que buscaba sosegar su ansiedad. Juana habría sabido qué decir, qué hacer, siempre sabía cómo actuar en cada momento, pensaba Francisco. Pero estaba solo frente a aquellos hombres, sin poder ofrecerles más que unas tristes hojas de tabaco trituradas, envueltas en papel de arroz. El simple recuerdo de su idealizada mujer, sin embargo, volvió a envalentonarlo.
 —Os agradezco sinceramente lo que estáis haciendo por la República, por la ciudad… Esto no es fácil, pero tenemos que resistir hasta que lleguen refuerzos. La República no pudo ser barrida en unas horas. No podemos rendir esta ciudad a los militares. No podemos rendirnos ante el maldito poder de las armas… No…
   Francisco iba a seguir con su manido discurso de aliento cuando una detonación restalló en el edificio, haciéndolo temblar. Un fino polvillo de yeso cayó desde el techo y todos los guardias de asalto corrieron a sus puestos.
 —¡Joder!—maldijo uno de los hombres—. ¿De dónde cojones ha venido eso? —preguntó advirtiendo cómo en la calle los militares mantenían su posición sin que nada en absoluto hubiera cambiado.
  Una nueva explosión fue la única réplica que recibió. Un enorme cascote se desprendió del techo cayendo sobre él, y la sangre comenzó a brotar de su cráneo aplastado. Se podía apreciar la gran brecha que había dejado en su cabeza, taponada por el bloque de piedra y cemento del que un reguero bermellón ambicionaba brotar. Se había muerto tan rápido que su dedo aún hacía ademán de querer disparar su fusil.
 —Nos deben de estar bombardeando desde el cuartel de Parrote con artillería pesada —constató finalmente el comandante Quesada en vista de los acontecimientos, aunque el hombre que había formulado la pregunta jamás escuchó su respuesta.
  Las detonaciones atronadoras se sucedían con virulencia pirotécnica. Como si del último día de Pompeya se tratara, el espeso humo parecía querer quemar las gargantas de quienes ansiaban respirar. Tosiendo y escupiendo, Francisco se acercó hasta la ventana buscando el aire del exterior. Jadeó, percibiendo el siseo de una bala pasar cerca de su oído. Se agachó justo a tiempo para ver cómo un proyectil estaba entrando directamente en el despacho. Reventó la pared sobre la que el reloj se había mantenido en funcionamiento, marcando el compás de aquel combate desigual. Tres guardias de asalto desaparecieron tras el velo de la muerte, conformado por una espesa polvareda de yeso y cascotes tintados con sangre.

«A pesar de las difusas manchas negras que querían nublar mi vista, distinguí cómo el cuerpo calcinado de esa mariposa noctámbula caía pesadamente sobre el suelo.»

 El rostro de Francisco se descompuso descubriendo aterrado aquella escena macabra. Un estridente pitido había reemplazado el estentóreo ruido circundante. Desorientado, el gobernador sentía su corazón latir en la sien. Aquello era una ratonera, un ataúd en forma de elegante edifico. Sus piernas en ese momento respondieron milagrosamente. Alarmado corrió arrancando el mantel blanco de la mesa, y volvió hacia la ventana para agitarlo con vehemencia. Desde ahí, pudo distinguir fugazmente, el cuerpo de una gaviota pegada al suelo con la fuerza de los cadáveres.

Continuará...