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lunes, 17 de noviembre de 2014

Bolboreta: Ojo por ojo y todos somos ciegos

En este lunes en el que la lluvia hace un pequeño impás, seguimos con las venturas y desventuras de Juana y Francisco. 
Bolboreta: Ojo por ojo y todos somos ciegos



«Nos casamos unas semanas después del anuncio de tu nombramiento. Fue una mañana de marzo, en la que los techos de Madrid eran agasajados con la misma etérea luz del día en el que realmente nos conocimos. La ceremonia civil fue sencilla, sin grandes alardes, y contaba con la presencia de quienes verdaderamente apreciamos y queremos.
Pronto llegamos a La Coruña, presidiendo el desfile del 14 de abril. La ciudad no era el remanso de paz que hubiera presupuesto, sino la viva imagen de este país. No tardó en iniciarse la campaña electoral para la aprobación del Estatuto de autonomía. Pusiste todo tu esfuerzo y empeño en aquel referéndum. El ambiente era de euforia para algunos, de miedo para otros y de profundo rechazo para un pequeño sector de la sociedad. A pesar de ello, tus interminables horas dedicadas a esa agotadora campaña, tuvieron su fruto con una victoria abrumadora.
En medio de tanto movimiento, algarabía y rechazo, de grandes noticias para nosotros, no he podido disfrutar como hubiera deseado de estas lejanas tierras; del hechizo del mar, del encanto de una ciudad de cristal en la que el a veces esquivo reflejo del sol, sobre las infinitas galerías, ilumina la torre que marca el legendario sepulcro del malogrado gigante Gerión
                                        
El tintineo de los cubiertos se había detenido devolviendo el comedor al silencio. En aquel 19 de julio de 1936, el verano parecía haber ganado la batalla tras una primavera que el joven matrimonio intuyó perenne. Un calor húmedo se había impuesto desde hacía unos pocos días. Las ropas semejaban pegarse a la piel y el sudor, servirles de adhesivo.
—¿Qué vas a hacer, Paco? —preguntó la mujer rompiendo el transitorio silencio—. Esto cada vez tiene peor semblante. La ciudad se está convirtiendo en un hervidero. La fortuna quiera que la locura desatada con este alzamiento militar no llegue a buen puerto.
—Casares acaba de dimitir—contestó Francisco taciturno como si hubiera dado una verdadera respuesta. No parecía una simple casualidad que aquel joven prometedor fuera nombrado gobernador civil en la ciudad de la que era oriundo Santiago Casares Quiroga. El que había sido elegido, pocos meses atrás, como presidente del gobierno era para Francisco, un verdadero mentor.
—Casares es una gran persona, todos lo sabemos. Nadie duda de su trabajo y en el Estatuto de Autonomía de Galicia perdurará su legado… Bueno, si estos desgraciados no tratan de impedirlo a punta de pistola —aclaró lo último negando—. Pero también tienes que ser consciente de la verdadera situación y él no parece querer enfrentarse a la realidad. He leído en la prensa que llegó a decir que si los militares se han levantado, él se va a acostar —citó Juana incrédula—. ¿En qué cabeza cabe negar la realidad? Hay militares sublevados en media España. Nadie quiere una guerra civil, pero ahora es necesario defender la legalidad constitucional.
Francisco suspiró.
—Esto es un absoluto sinsentido —sentenció el hombre tomándose la cabeza y masajeándose la sien—. Parece que aquí impere la ley de la selva y del Talión juntas. Cada cual quiere demostrar que es más fuerte y cada golpe es devuelto con más ímpetu. Ojo por ojo y todos somos ciegos —se quedó en silencio durante unos instantes antes de seguir, tratando de reunir fuerzas para hilvanar sus propias palabras—. La tensión es incontenible. Llevo dos días con Caridad Pita dando vueltas por todos los cuarteles tratando de sosegar ánimos —explicó nombrando al general jefe de la Brigada de Infantería con sede en A Coruña. Aquel hombre era uno de los pocos altos mandos en los que Francisco confiaba—. Y entiendo que la gente esté preocupada, tensa, incluso rabiosa, pero ¡maldición! si les entrego armas, les daré argumentos a los militares para que se unan a la sublevación. Y… quemar ahora la Iglesia de San Pedro Mezonzo de Cuatro Caminos, no fue precisamente la mejor idea.
Tres golpes secos resonaron en aquel momento contra la puerta del comedor. Como un pájaro de mal agüero, el gesto serio del hombre que acababa de llamar y se asomaba, no daba cabida a buenas noticias. Francisco, fatigado y disgustado a la vez, tiró su servilleta sobre la mesa y con grandes pasos salió de la habitación.
Aquella noche parecía un compendio de suspiros para cuando el joven gobernador civil volvió a entrar. Juana lo observaba expectante, preocupada en realidad ante aquella tormenta que amenazaba con liberar el arsenal de rayos de Júpiter y que ni Santa Bárbara aparentaba querer detener.
Francisco volvió a sentarse, buscando con nerviosismo su pitillera para tomar de su interior un ansiado cigarrillo. Tras el rasgar del fósforo y el consecuente nacimiento de una trémula llamarada, aspiró una honda calada.
—Paco, por Dios, ¿dime qué demonios está pasando? —inquirió Juana nerviosa ante el mutismo de su marido.
Una serpenteante neblina de humo acababa de invadir el aire más próximo a Francisco que, al fin, volvió a hablar:
—Parece que todo lo que pueda hacer no sirve de nada. Ellos siguen erre que erre, cueste lo que cueste… Resentidos reaccionarios —pronunció lo último lentamente y con rabia subyacente—. Un buen puñado de militares se ha reunido en una fonda de Cantón Pequeno… conspirando e intrigando. Al parecer, mañana se unirán a la rebelión. Acaban de huir de un grupo de militantes socialistas por el patio de luces, como las ratas cobardes que son.
Francisco se tomó la frente con su mano libre, quedándose callado y meditabundo. Juana, por su parte, tampoco dijo nada. Las noticias no eran alentadoras.
—Tienes que irte de la ciudad, Juanita. Sabes que te respeto, pero ahora la situación es cada vez más peligrosa.
—Pero no quiero dejarte solo —insistió la mujer—. No quiero y no puedo hacerlo, y menos en un momento como éste.
—No eres tú sola, Juanita. También está el niño… —alegó mirándola a los ojos mientras posaba, con suavidad, su mano sobre el vientre de la mujer que mostraba una innegable curvatura —. No me lo perdonaría si algo os ocurriera.



lunes, 10 de noviembre de 2014

Bolboreta: la vida es sueño

En este lunes lluvioso sigo con el Nanowrimo a buen ritmo y también con el relato que empezó la semana pasada: Bolboreta. Espero que os guste.
Y para los que se perdieron el inicio del relato, la historia protagonizada por Juana y Francisco empieza aquí y la habíamos dejado en este punto.

Bolboreta:  la vida es sueño


«En apenas unos instantes, me habías entregado un presente incorpóreo que, sin embargo, rozaba la eternidad; una hermosa palabra.
   Bolboretas, volvoretas, nunca supe muy bien la forma en la que se escribe este vocablo, pero resonó a mis oídos como un regalo. Evoca tantos otros conceptos: volveré, voltereta; bolbora en vasco, que significa pólvora; belbellita del latín, que expresa la belleza; vol en francés que explicita el vuelo, formulando la ingenua libertad concedida a las afortunadas mariposas, extrañas a las enajenaciones humanas. 
   Me enseñaste aquel día, unos versos del poeta Curros Enríquez que tradujiste gentilmente para mí al castellano, aunque dejaras una sola y única palabra en su lengua original. Nunca podré olvidar su sonoridad, equilibrio y aquel brillo apasionado en tus ojos azures al recitarlo:
“Bolboreta de alitas doradas
que te posas en la cuna vacía,
pues por él me preguntas,
ya sabes, qué fue de mi niño.
¡Oh, bolboreta libre, donairosa,
galante, seductora!”.
   No obstante, a tenor de lo ocurrido, puede parecer curioso que desde siempre hubiese aborrecido el amor. Cuando leía una historia romántica, sentía un fuerte latido en la sien que me obligaba a abandonar el libro. No soportaba esos cuentos, caricaturescos y dramáticos, en los que los protagonistas se contagiaban de una necedad provocada por la cegadora pasión: Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, Los Amantes de Teruel, tonta ella y tonto él.
   Contra todo pronóstico cuarteaste, con tu discurso apasionado y una simple palabra, una coraza armada con precisión a lo largo de muchos años de militancia feminista que se jactaban de ese tipo de comportamientos naífs. Nada te dije ni nada demostré pero redoblé, con fingida casualidad, mi esfuerzo en el implemento del servicio circulante de lectura que me permitía verte y conocerte, dedicándote unas supuestas visitas de cortesía.
Tras el alta médica, vinieron los encuentros en el Ateneo, las charlas sobre política y los ríos de sangre que habían corrido en este país. Un 28 de diciembre, dos meses después de su infausto encierro y como si de una alegre inocentada se tratara, llegó la noticia de la liberación de Azaña. Obviamente, la celebramos.
   He vivido en muchos lugares, en Pamplona, donde me crié, en Francia, Alemania, Bélgica o Suiza, pero mi ciudad es diferente. Es un lugar sin noche. Cuando repican las doce campanadas en la Puerta del Sol, en ausencia de éste, Madrid sigue bullendo con el murmullo de su gentío imperecedero. Farolas encendidas, vendedores de diarios y loterías, cafés abiertos en los que el tiempo parece haberse detenido a media tarde.
Bajamos hacia Cibeles para ir a la Cervecería de Correos. Aquélla fue una cena de risas y canciones, percibidas a través de la espesa neblina del humo y de las destilaciones que invadían, poco a poco, el ambiente y los sentidos. Y entre tanta bruma, salí al refrescante encuentro de la que, desde las riberas del Manzanares, había cubierto con su espeso manto la noche madrileña.
   En la vida existen diferentes tipos de besos. Unos son fugaces, otros fruto de la costumbre, algunos tienen un sabor amargo, y también, existen los ni se advierten. Pero hay besos que siempre se recuerdan. El de aquella noche lo guardo en mis labios, mi cuerpo y mi mente. Aquel beso de una noche de los Santos Inocentes lo convoco, cándida, hasta esta celda, para sentir tu apoyo, para que no me deje deseándote.»

   La pluma de Juana se detuvo en el aire mientras paseaba su mirada por el techo para observar las manchas provocadas por la humedad de aquellas tierras del Norte, más alejadas que nunca de su feliz Madrid. Cerró los ojos, impulsando el aire hasta sus pulmones para seguir escribiendo.

   «Unos días más tarde, volvieron a tañer las doce campanadas en la Puerta del Sol para dar la bienvenida a 1935. Tú seguiste con tu actividad laboral. Parecías no tener techo. Con tan sólo veinticuatro años, ya eras letrado oficial en el Congreso de los diputados, profesor adjunto de Derecho Romano, y estudiabas arduamente para conseguir ser catedrático. Tú eres el ejemplo de que los tiempos han cambiado, quizás demasiado rápido para algunos, de que a pesar de ser el hijo de un ferroviario, de no entrar por los cauces del caciquismo y del clientelismo, se pueden alcanzar grandes metas.
   Yo seguía con mi trabajo en las bibliotecas. Siempre encontrábamos un hueco para vernos, y si por alguna extraña razón no lo hallábamos, quedaban las cartas que no dejaban de cruzarse a pesar de vernos casi a diario.
   Aquellos días son los visos de un parque en flor, el ajetreo de ruidosas tertulias en abarrotadas cafeterías, el tacto de la mullida hierba al tumbarse, el silencio de un atardecer, el olor del café mezclándose con el aroma de tu tabaco. Aquí en Galicia hablan de meigas, sin embargo Madrid arroja una hechizante mezcla de colores, atrapando y resguardando en su embrujo chulapón pero cosmopolita, a cualquiera que la conozca.
   Era una delicia pasear por el Retiro, deambular sin prisas por la Gran Vía. Recorríamos, en aquellas muchas veces frívolas tardes, los grandes almacenes de la Sepu, los escaparates de la tienda de Asunción Bastida y los días, indefectiblemente, se apagaban en el Madrid-París descubriendo los tesoros que nos brindaban las actuaciones de Luis Marquina, Jean Gabin o Antoñita Colomé. Unos instantes ensoñadores de vida artificial que mecían nuestras horas, y nos alejaban de un cotidiano menos gris de lo que jamás lo había percibido. Como creía Segismundo, mi vida iba transcurriendo como si fuera un sueño, del que yo no quería despertar. Mi mundo había hallado un nuevo impulso pero también el país.»

   Desde el centro de la Plaza Mayor de la capital de la República, sólo se percibían unas pocas estrellas que parecían, cual luciérnagas, salpicar el cielo de luz con su delicado brillo. El repiqueo de los tacones de Juana acompasaba perfectamente el paso de Francisco que se mantenía callado.
   —¿Qué te pasa, Paco? Te noto preocupado
El hombre tardó unos instantes en despegar sus labios.
   —Hoy hablé con Casares Quiroga…
   —Lo haces casi a diario.
  —No, no… Pero esta vez ha sido diferente —concluyó Francisco tomando aire. Volvió a callarse, mientras Juana lo observaba deteniendo su marcha—. Me ha dicho que me van a nombrar gobernador civil de La Coruña.
Juana le sonrió acariciando su mejilla.
   —¿Y cuál es el problema? Son buenas nuevas. Claro que…—se había quedado casi sin aire al reparar realmente en las consecuencias de aquel anuncio.
  —Claro que me tengo que ir hasta La Coruña y… —suspiró Francisco—. Quisiera que vinieras conmigo… No puedo ir hasta allá sin ti. Entiendo que supone dejar la biblioteca de la facultad y la del Ateneo, alejarse de Madrid pero…—negó abiertamente—. Yo… si no vienes, me quedaré aquí —titubeó para hablar entonces atropelladamente—. Cásate conmigo, Juanita. Ven conmigo a Galicia. Sé que no soy de tan buena familia como tú, que aquello queda muy lejos pero…—Pero a Francisco le costaba encontrar las palabras adecuadas.
   Juana mantuvo sus labios sellados durante unos pesados segundos. Toda su vida, sus estudios, sus conocidos, sus años de trabajo entraban en liza en una cruel pugna contra un simple e insensato sentimiento. Sin embargo, como los amantes que tanto había denostado, sufrió entonces un impulso que la llevó a abandonar la razón pregonada reiteradamente por su amiga María Zambrano. Empezó una frase a priori sin sentido pero que, como una crisálida, anunciaba un cambio inminente, una profunda metamorfosis en su vida.
   —Pero allá hay bolboretas, no son simples mariposas…
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lunes, 3 de noviembre de 2014

Bolboreta: Somos lo que recordamos

Hoy es un nuevo lunes lluvioso, el primero de noviembre. Empezamos un nuevo mes, centrada, en cuanto al aspecto de escritora se refiere, en el Nanowrimo de este año. Es un curioso invento cuyo única meta es la cantidad sin entrar a valorar la calidad.
¿Por qué participar entonces?
Para desinhibirme, bajar mis expectativas sobre mi propia producción, no detenerme con cualquier dato, simplemente remarcarlo en rojo para volver. Con ello quiero terminar de vencer los miedos y tirar hacia adelante. Soy consciente de que deberé volver sobre todo lo que escriba pero ya estará ahí y aun que ya dado carpetazo al síndrome de la página en blanco que me llegó a aquejar, sigo sintiendo un corsé que no me ha permitido, hasta la fecha, avanzar con la misma soltura en mi propuesta de novela que en otros escritos. La verdad y aunque lleve poco tiempo, de momento la cosa va bastante bien.

 Como es evidente y tal como había anunciado en mi anterior entrada, no voy a escribir nada nuevo para el blog durante el mes, por lo que voy a acudir al recurrido cajón de los recuerdos. Tras removerlo un poco y luego de dudar, me quedo con la última edición que le he dado a Bolboreta, un relato por el que siento especial cariño y predilección. No está bien que yo lo diga, y probablemente por ello defraude, pero es uno de mis escritos propios favoritos.
Quedó en su momento como tercero en la votación popular del Vconcurso de relatos de Hislibris, no siendo, sin embargo, del gusto del jurado al que escuché para hacer la edición que ahora publicaré  en este blog, a lo largo del mes de noviembre. Y ya termino... Para no querer escribir en el blog, menudo rollo acabé echando.

Bolboreta: Somos lo que recordamos


   La bombilla titilaba, descubriendo su marchita luz un suelo manchado de orines, heces y desesperación. Juana se hallaba sentada sobre el enlosado de una sórdida celda, en un rincón de una ciudad que apenas había llegado a conocer. Los recuerdos afloraban y se entremezclaban en un clamor visceral que violentaba su mente y embotaba sus sentidos.
   Buscaba sosegarse en medio de aquel entorno desalentador. Su pecho se hinchaba y aflojaba con velocidad, delatando su estado anímico. Sus ojos marrones y comunes estaban fijos en un techo, en el que las manchas de moho y humedad formaban extrañas figuras. En días anteriores, una de éstas le había recordado a la abstracta sombra de una mariposa; sin embargo, en aquel preciso momento, perdida en un piélago de lágrimas, no veía absolutamente nada.
   A pesar de lo que podría indicar su agitada respiración, le faltaba el aire y lo buscó en un profundo resuello como si acabara de emerger a la superficie del mar. Pasó sus delicados dedos por su rostro, recogiendo el lamento y sintiendo aún su sabor salado entre sus finos labios. Sus pupilas, rodeadas de un rosa salobre, se posaron sobre su mano izquierda cerrada con fuerza. Negó un instante y miró hacia otro lado, percibiendo nuevamente un cuaderno y una pluma con tinta sobre el sucio y frío suelo. Otro jadeo y abandonaría la superficie del océano revuelto de su mente.
   Irresoluta, Juana apoyó la libreta contra su regazo y la abrió a continuación. La estilográfica en su diestra, guiada por el hilo de Ariadna de su voluntad, se posó trémula sobre una hoja en blanco.

«La Coruña, ¿Julio? de 1936.
Querido Francisco:
     Aquí estoy, esperándote, deseándote, anhelando tus susurros, tu serenidad apasionada, tu calma arrolladora, tu ímpetu sosegado, tus suaves besos desenfrenados.
   Me han dejado papel y pluma, quizás con la esperanza de que cuente algo que no deba. Sin embargo he decidido, ya que no estás aquí conmigo, buscar tu compañía aunque sólo sea una febril ilusión. Te escribiré como tantas veces hemos hecho a pesar de vernos casi a diario. Dices que mis cartas son verdaderas novelas por lo largas que son, dada la cantidad de incongruencias que siempre te hacen gracia y descubren esos hoyuelos que tan bien le sientan a tu rostro. No me digas que soy halagüeña, siempre lo pensé, desde la primera vez que te vi. ¿Lo recuerdas?
   Recuerdos… Al final todo se resume a eso, hasta lo que somos tú y yo. Descubrimos el mundo. Lo desciframos con nuestras primeras conjeturas. Lo paladeamos vislumbrando la delicada trama de las relaciones sociales, políticas, las desilusiones y las sorpresas, los colores, las texturas, los sabores…    Aprendemos a amar. Soñamos con cambiar ese mundo que al final nos vencerá. Las máscaras se caen y, entonces, somos lo que recordamos.
   En estos instantes, son tantas las remembranzas que acuden a mi mente que me mareo. Siento un vértigo incontrolable mientras escribo estas consumidas letras.
   Recuerdo la primera vez que mis ojos se posaron sobre ti, en la biblioteca del Ateneo. Tan joven, tan elegante, con tu sombrero en la mano, el cuello de tu camisa almidonado, tus pantalones impecablemente planchados y tu chaqueta cruzada con esas hombreras que realzan tu espalda. Solías acudir con tus amigos de la facultad de Derecho. De vez en cuando, te veía hablando con Casares Quiroga, mientras el humo de tu cigarrillo iba inundando el ambiente formando una densa neblina.
Recuerdo el olor tostado de tu tabaco en aquella mañana de octubre en la que realmente nos conocimos. Fue un día similar al de nuestra boda, con la misma tenue luz acariciando los techos de Madrid. »

   Francisco se hallaba recostado en una cama con su pierna alzada y vendada. Su cigarrillo, aplastado contra el cenicero, aún luchaba por su vida emitiendo una débil humareda. Tras la edición de «El Sol» de aquella mañana se escondía su rostro. Éste pronto quedó al descubierto para observar a la intrusa que se adentraba en su habitación. La mirada de ambos delató al instante su mutua sorpresa al reconocerse.
   —Señorita Capdevielle —saludó el hombre entre confuso y educado—, no esperaba recibir una visita como la suya en un lugar tan poco adecuado como
   —Yo tampoco esperaba verle, señor Pérez Carballo —secundó Juana que tampoco pudo disimular su desconcierto.
   —En todo caso, no puede sino ser un placer recibirla en mi actual hogar —dijo Francisco sonriendo muy levemente mientras unos hoyuelos se formaban en sus mejillas. Con un sutil gesto de la mano, abarcó el lugar para dar más peso a sus hospitalarias palabras.— Aunque si me permite esta simple indiscreción, que en ningún momento contraviene mi bienvenida, ¿qué pudo llevar a tan afamada bibliotecaria, hasta esta triste habitación de hospital? No creo que usted se encargue de perseguir, por los confines de Madrid, a los pendencieros lectores que aún no han devuelto sus libros.
   —No lo descarte —contestó con donaire aquella mujer que rozaba la treintena—. Sus retrasos en las devoluciones son tan comunes y longevos que le convierten en una pequeña celebridad dentro de nuestro gremio —una sonrisa breve se dibujó en los finos labios de Juana—. Estoy aquí por un nuevo proyecto que estamos llevando a cabo. Un servicio circulante de lectura para los enfermos del Hospital Clínico San Carlos y de la Cruz Roja —se calló un instante negando levemente ante lo que consideró un terrible olvido—. Pero… qué maleducada. ¿Qué le ha sucedido?
   —No se preocupe, señorita Capdevielle, no es nada. Una mala caída. Fue luego de una de las últimas manifestaciones, al volver a mi casa me sorprendió un grupo de falangistas en plena calle. Tuve que huir y sufrí un desafortunado accidente cuando ya creía haberme librado de ellos. Es una simple fractura, pero los médicos afirman que necesito reposo —comentó pasándose una mano por sus despeinados cabellos tratando de darles un orden más adecuado.
Juana bufó al escucharlo.
   —Falangistas… Lo que nos faltaba. Son cuatro violentos fascistas y, por encima, el Gobierno aceptó su ayuda para participar de la represión en la huelga general.
Mientras la bibliotecaria del Ateneo y de la facultad de Filosofía y Letras pronunciaba aquella pregunta con un obvio deje de preocupación, pudo percibir como repentina y casi inocentemente los labios del militante del partido de Azaña perfilaron una ligera sonrisa. El joven de apenas veintitrés años acercaba confuso su mano hacia los oscuros cabellos ondulados de Juana. El contacto fue muy leve, apenas un roce, un instante fugaz que tuvo, sin embargo, inesperadas consecuencias. Desde una de las ondulaciones de la media melena de la mujer, unas pequeñas y níveas alas habían despegado su vuelo huidizo hacia un destino tan desconocido, en aquel momento, como el de la propia España y su joven República.
   —Gracias… No soy muy amiga de las polillas —señaló Juana con un deje de nerviosismo.
   Las cejas de Francisco se arquearon de forma irremediable.
   —Las polillas son en realidad una clase de mariposa. Ésta era blanca. Seguro que todo saldrá bien —afirmó con insolente obviedad—. En el pueblo de mi padre, en Lugo, dicen que en ellas habitan las almas puras, redimidas, que traen suerte y buenas nuevas.
   —¿En las polillas? —preguntó la bibliotecaria retóricamente, riendo con sutileza.
   —Sí, cómo lo oye, en las polillas. Aunque yo prefiero llamarlas mariposas noctámbulas, es mucho más… —titubeó pensando en la palabra adecuada— lírico. De hecho, en Galicia, les dan un nombre muy bello a las mariposas, las llaman «bolboretas».

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