Translate the rain

lunes, 22 de septiembre de 2014

Defixio: El hallazgo

Hoy es un nuevo lunes y seguimos, antes de un alto en el camino, con la historia del cadáver que portaba una maldición en sus manos.
Y para los despistados y los que quieran engancharse a la historia. Esto empieza aquí y lo habíamos dejado en este punto




Defixio: El hallazgo

―¿Una maldición? ¿Una defíxio?―preguntó Iria― No me suena de nada.
―¿No?―preguntó a su vez Andrés ―Pues debería. En Arqueología, en cuarto, vimos una del Norte de Portugal, en Remeseiros ¿No te acuerdas? Era de un tal Reburro que…
―Como todos los arqueólogos, ya te estás enrollando.―interrumpió la inspectora―. No me gustaba nada la Arqueología y de hecho creo que le estoy haciendo mucho más caso a nuestro amigo Pablo Bahamonde, ahora que es un fiambre ―afirmó posando los ojos sobre el cadáver del antiguo profesor de universidad.―Bueno, pero volviendo a lo nuestro, que me has dejado con la intriga, ¿qué es esto de las defixios?
―Pues es eso, una maldición, magia negra hecha en época romana. Se escribía un ritual mágico de encantamiento en una tablilla, generalmente de plomo. ¿Por qué de plomo, preguntarás? Porque es gris, un color asociado a la muerte, un material regido por Saturno, el planeta maléfico por antonomasia, y yendo a lo práctico y es que los romanos gustaban del pragmatismo, es fácil escribir encima con un objeto punzante y, además, siendo una tablilla fina, es un material cómodo de doblar, acción necesaria para que, supuestamente, la maldición surtiera efecto―señaló hacia la tablilla en manos del cadáver― Si os fijáis, tiene signos de haber sido doblada y desplegada, supongo que para su lectura.
Los ojos de Iria se entrecerraron mientras observaba aquello, reparando en un nuevo detalle.
―¿Y esos dos agujeros en la tablilla?
―En realidad era uno sólo. Cuando se doblaba la tablilla de plomo, se atravesaba con un clavo, resultando en los agujeros que estás viendo, para luego esconderla en tumbas, urnas funerarias u otros lugares asociados a la muerte. Si estos estaban vinculados a una muerte violenta, mejor que mejor, pues se suponía que la maldición se ejecutaría antes.
La inspectora y el forense cruzaron sus miradas.
―Esto es muy morboso ―dijo el forense― Te ha tocado la lotería, Alde. La prensa se va a poner frenética si se enteran de algún detalle. Ya veo a los periodistas de sucesos acosándote.
La mujer negó.
―Deja de decir tonterías, Alfonso. Aun tenemos trabajo. ―paseó su mirada del forense a su amigo de juventud, el arqueólogo Andrés Dovalle― ¿Y qué pone la tablilla?
―La realidad es que la tablilla tiene todas las características de una defixio y por eso la identifiqué, pero de momento cuesta mucho, por no decir que es casi imposible transcribirla. El hecho es que la hicieron con especial esmero, en este caso, por lo tanto, saña. Necesitaría poder cogerla y un espejo para descifrarla.

*****
Vigo abril del 2000.

El ruido circundante era atronador. Los sonidos saturaban los oídos de la joven que, con un casco blanco de obra calado en la cabeza, observaba con cierto cansancio el repique del picador rompiendo la baldosa y el cemento. El ruido se detuvo por unos instantes para ser sustituido por el tañido de unos martillazos que montaban un cazo sobre la pala mecánica. Pronto empezaría el destierre.
Aunque no lo pareciera, aquella joven era una arqueóloga haciendo un seguimiento de obra. Poco tenía que ver aquel trabajo con la apasionante y destructiva (desde el punto de vista arqueológico) vida del hollywoodiense Indiana Jones. Pero aquella labor tampoco se parecía con lo que le habían enseñado en la facultad.
―Seguro que encuentras petróleo― empezó a bromear uno de los obreros.
 La arqueóloga no pudo dejar de pensar en la cantidad de veces en que había escuchado aquel supuesto chiste que se creía original, y dejó que sus labios se estiraran levemente para crear un mohín de falsa sonrisa, para luego mirar al cielo. Las nubes estaban acercándose a la costa, probablemente empezaría a llover en cuanto terminaran de excavar el solar y posara su portaminas sobre el papel milimetrado para que este se agujereara y se manchara.
Con ademán casi ritualista tomó un cigarrillo, rebuscando entre todos sus bolsillos para encontrar un mechero y hallarlo, como no, en el último en el que había mirado. Tras el destello del encendedor, vio como los dientes del cazo de la pala empezaban a rasgar la tierra, para echarla sobre una escombrera llena de todo tipo de deshechos, que comprendían desde preservativos usados a jeringuillas, estratos removidos que eran moneda corriente, en aquel, por entonces, decadente rincón de la ciudad lleno de prostíbulos, camellos y drogadictos. Tomó una calada expulsándolo en una espesa humareda escuchando, entonces, el característico sonido del chocar del metal contra la piedra. Ese ruido, tan particular, le producía un estado de excitación que oscilaba entre el sentimiento de responsabilidad y la expectativa de hallar algún posible resto.
―¡Espera! ―dijo la chica del casco blanco al palista.
Tomó su instrumental de batalla, un paletín, acercándose para observar aquella losa de granito, negando para sus adentros. “Otra canaleta contemporánea”, pensó fugazmente. Otra vez lo mismo, pues aquellas decimonónicas canalizaciones pétreas de alcantarillado jalonaban todo el subsuelo de la ciudad vieja y parte del ensanche. Alzó su brazo hacia el palista.
―Ten mucho cuidado en esta línea para no levantar piedras –señaló el suelo en dirección a la puerta.
El hombre prosiguió con su trabajo mientras ella se entretuvo limpiando aquella losa, con un ojo puesto en lo que hacía la pala. Pero para su olfato curtido en decenas de canaletas de alcantarillado, algo extraño pasaba en aquel lugar… Aquello era algo diferente. Mandó al palista detenerse. Se apresuró, refrenando su curiosidad, en fotografiar, describir, topografiar aquella extraña piedra, y por suerte, incluso, no llovió mientras lo hacía. Sólo entonces y a pesar de su ansia contenida, permitió que varios peones de la obra levantaron aquella losa.
Cuando sus ojos procesaron la información, su corazón se desbocó amenazando con desbordar su pecho para llegar a latir en su sien. Lo que sus ojos marinos reflejaban, en aquel instante, era la imagen de varios rollos de pergamino apilándose los unos sobre los otros. Parpadeó un instante.

―Cerrad esto rápido. 

Continúa aquí

lunes, 15 de septiembre de 2014

Defixio: la decisión

Hacía bastante tiempo, a pesar de un verano que no fue todo lo bueno que se deseaba (y estoy cayendo en el eufemismo), que no hablaba de un lunes a la lluvia. Pues bien, hoy es un lunes lluvioso y vamos a seguir desentrañando el misterio del cadáver que sostenía en su mano una placa de plomo, con una novedad. Esta semana participo en el divertido reto planteado por Ramón Escolano en su blog jukeblog.
Este reto se llama "Te robo una frase" y consiste en introducir en un texto de creación propia, una frase elegida previamente.Esta semana, la frase elegida es: "Hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando"sacada de Dispara, yo ya estoy muerto, libro escrito por la exitosa escritora de best sellers española, Julia Navarro. 

Para los despistados, recordar que la historia empieza aquí y que la semana pasada lo habíamos dejado en este punto (no son ni diez minutos de lectura, animaros a leerlo si no lo habéis hecho hasta ahora)

Pues allá vamos, y como decía el asesinado dictador romano, "la suerte está echada". Espero que os guste. 



Defixio: la decisión


El «Chas» del mechero fue más llamativo que el ruido sordo que provocó al caer contra el suelo. La chispa saltó a apenas unos centímetros del cuerpo y prendió contra uno de los cabellos grasientos del cadáver.
―¡Joder!
Gritó una nada discreta Iria que siguió, a continuación, jurando en arameo. Sin más precauciones, se arrojó sobre al cuerpo sin vida de su antiguo profesor para golpear, en un acto reflejo, aquella llamarada incipiente. Al menos había conseguido apagarla, o eso pensaba de forma primaria, cuando se giró viendo las caras descolocadas del médico forense y de Andrés.
Sí, ahí estaba Andrés, como un fantasma del pasado, con sus rizos dorados enmarcando aquel rostro anguloso, cuya masculinidad era subrayada por una barba incipiente salpicada ahora por algunas canas. Un atuendo salido de la sección de senderismo del Decatlón y un pañuelo colocado alrededor del cuello con desalineada meticulosidad, completaban aquella aparición.
―Andrés…― repitió Iria ruborizada, tratando de recomponerse
―Vaya, os conocéis … ―continuó Alfonso, el forense― Si cada vez que conoces a alguien vas a quemar un cadáver, a ver qué vamos a hacer.
―Si bueno….pero, ya se lo comento yo al juez. Es un accidente…― y a pesar de lo comprometida de la situación, la mujer negó y cambió, sorpresivamente, el foco de su interés― ¿Y tú?¿Qué haces aquí? ¿No estabas por Cartagena?
Andrés todavía parpadeaba atónito ante la situación: un cadáver; un cadáver que por encima era de alguien conocido; un cadáver  que por encima de ser de alguien conocido era sacudido sin muchos miramientos por una compañera que no veía desde hacía unos quince años. Tardó unos largos segundos en recomponerse y contestar.
―Ya sabes, la crisis, reducción de personal y aquí estoy…. Soy autónomo, ahora. Como me saqué  el curso de perito judicial en Arqueología, pues me han llamado. 
― Bueno…―Iria inspiró aire tratando de sacudirse del impacto. Se giró hacia Alfonso― Llamaste a un arqueólogo ¿Por?―preguntó extrañada―¿Por qué el muerto era un arqueólogo?
―No, para interrogar a sospechosos, si es que los hay, estás tú, pero yo lo he hecho por la placa de plomo, si os fijáis, tiene algo escrito. Es difícil de ver.
Y mientras el médico forense decía aquello, los tres se acercaron a la placa  que el cadáver del antiguo profesor de universidad seguía asiendo con fuerza.
―¿Qué dice?― preguntó Iria
―Espera, deja que vea con calma y me abstraiga de la situación de tener que observar una inscripción en las manos del cadáver de Pablo Bahamonde.―sacudió su cabeza para seguir― Además los arqueólogos no somos diccionarios de lenguas muertas con patas, de hecho no tienes ni por qué saber latín para licenciarte. ―y al comentar aquello, seguía observando la placa en solitario― Pero tenéis suerte, porque se me daba bien el latín en el instituto y, casualmente, trabajé con epigrafía en la universidad.
El silencio, eterno en la muerte, se instaló en aquella esquina del normalmente ruidoso Jaco's bass, hasta que Andrés, largos minutos después, lo devolvió a la transitoriedad.
―Cuesta leerlo y sería mejor si pudiera estudiar la placa de cerca, pero…―se giró hacia Iria y el forense ― esto es algo bastante llamativo a decir verdad. Es una defixio, una antigua maldición.

*****

Vicus Eleni, Marzo del 49 d.C

La lluvia y el viento batían con fuerza contra la ventana de la pequeña habitación en la que se hallaba un funcionario del Imperio. Lucio, como siempre que observaba su imagen, se perdía en el reflejo que le devolvía aquel pequeño espejo de cobre bruñido que parecía regodearse en la decadencia de sus facciones. Ya peinaba canas, la carne que le faltaba, ahora, a sus cada vez más finos labios, parecía haberse reubicado en su abdomen, y el brillo de sus ojos  se veía cercado por finas arrugas que amenazaban con gastar los últimos vestigios de su juventud.
 A sus treinta y seis años, ya no era ningún imberbe para el uso y abuso de algún noble señor. Aquellos años de lujuria, excesos y boato, en el corazón de Roma, ya habían pasado a mejor vida, al igual que lo haría él mismo si dejaba que los acontecimientos siguieran con su curso. Aquel lugar en el que parecía terminaba el mundo, era un fiel reflejo de su situación. Tenía que tomar cartas en el asunto y no esperar simplemente a que la Parca cortara el hilo de su vida. No era la primera vez que se lo planteaba, claro que no, y sabía lo que tenía que hacer.
Lucio dejó que su lengua pasara por los labios, tratando de figurar parte del brillo disipado de su juventud. Con la mirada perdida vio como sus dedos se posaron con ternura sobre aquella frágil ilusión que al secarse, como una flor moribunda envenenada por el tiempo, devolvió al hombre al presente. Sintió el impulso de tirar aquel espejo lejos de él, pero el ruido de la sempiterna lluvia  batiendo contra la ventana, le recordó que estaba en confín del mundo y que por mucho que mellara el cobre, seguiría pasando sus días contando sacos de sal.
Hay momentos en la vida ―dijo en voz alta mientras el espejo le devolvía ahora el reflejo de una mirada decidida  ―,en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando.
Lucio dejó el espejo sobre la mesa, se giró hacia el arcón que estaba a sus espaldas y se agachó para tomar un rollo en su interior.

Continúa aquí.




lunes, 8 de septiembre de 2014

Defixio: el espejo y el cadáver

Hoy es un lunes soleado y seguimos con la historia del misterioso cadáver que sostenía una tablilla de plomo. 

Si te perdiste la primera, la puedes leer aquí.



Vicus Eleni, Marzo del 49 d.C
La llama de la lámpara de aceite, frágil en un inicio, se estiró trazando un mapa en la oscuridad. El estilete se hundía con destreza sobre la tablilla de cera, anotando algunos de los muchos datos que debía recoger el funcionario que lo empuñaba para la buena marcha de la industria local de recogida de sal. Lucio llevaba un tiempo ya destinado en aquella tierra en el confín del mundo, más allá del río del Olvido, rodeado de lodo, lluvia y barbarie. No sabía que había hecho para merecer semejante castigo… Bueno sí, el emperador no gustaba de algunas de sus prácticas y lo había enviado a aquel rincón inhóspito en el que llevaba semanas sin ver la luz del sol. 



   Una ráfaga de viento se abatió contra la madera que recubría la ventana de la pequeña domus, situada en el centro del pueblo nuevo a orillas del mar. Lucio se giró escuchando como silbaba, escupiendo su ira. La llama tremoló, víctima del insidioso siseo cargado de lluvia que amenazaba su cordura. Raudo, el liberto imperial se levantó para asegurar la madera y volver luego a su labor… O no. Cuando el hombre enfilaba ya hacia su mesa de trabajo, vio, por el rabillo del ojo, su reflejo en un pequeño espejo de cobre que estaba apoyado sobre un estante repleto de documentos prolijamente enrollados. Sus pasos se detuvieron, paralizado ante la imagen. 

   Pasados los treinta y cinco años de vida las líneas de expresión, en aquellos años, a pesar de todo lo que había intentado hasta la fecha, surcaban de forma cada vez más profunda su rostro, como un arado que penetra en la tierra yerma para hacerla fértil. El hombre, espejo en mano, temblaba. 

*****

Vigo, en la actualidad


El amasijo de olores a fluidos corporales varios que envolvía el Jaco's bass tenía una ventaja, a pesar de todo, conseguía camuflar el hedor de la muerte. La inspectora Aldekoaotalora observaba congelada la escena. Necesitaba fumar. Tomó su zippo entre los dedos y empezó a jugar con él, abriendo y cerrando su tapa para no asfixiarse en la agotadora ansiedad. Iba a acercarse al cadáver cuando un impulso eléctrico interrumpió su gesto al escuchar una voz.

    ―¡Alde!

    Iria se dio la vuelta y vio como Alfonso, el médico forense, la interpelaba con aquel nombre de guerra con el que la bautizaron en la policía y que había aprendido a aceptar, a pesar de que no fuera de su agrado. . 

   ―¿Qué tal tras la otra noche? ―preguntó el hombre primero con una leve sonrisa para luego continuar más serio mirando al cadáver― Lo conoces ¿verdad?

    ―Sí, era mi profesor en la facultad. Daba Arqueología. Un capullo. 

    ―¿Te suspendió o qué?

  ―No, qué va, aunque nunca me gustó demasiado la Arqueología. Era el típico tipo desagradable, un borde por naturaleza, una mezcla del Scrooge de Dikens y del Kowalski de Eastwood, sazonado con toques de tío Gilito… Todo un personaje. ―afirmó mientras, con dedos expertos que habían repetido aquel gesto de forma inconsciente hasta la saciedad, seguía abriendo y cerrando de forma mecánica la tapa del zippo.

   ―Ya veo, pues si resulta ser un asesinato, vas a tener trabajo con…

   ―¿Si resulta ser un asesinato? ―interrumpió la mujer sorprendida― ¿Aun no lo sabes?

   ―Bueno…

   El forense avanzó y ambos se acercaron al cuerpo que seguía agarrando con fuerza una tablilla de plomo. Iria se fijó entonces en el rostro de su antiguo profesor del que destacaban los pequeños orificios de sus ojos hundidos, como dos puntos dentro de un trozo de carne interrumpido por unos voluminosos pómulos ahora lívidos. 

   ―¿Qué pasa?―inquirió la inspectora ―A mi me dijeron que era un homicidio…―chasqueó la lengua ―Novatos fantasiosos.

  ―Lo cierto es que pudimos determinar, en un examen preliminar, que murió por sobredosis de tranquilizantes mezclados con alcohol, así que podría ser un suicidio o incluso un accidente, pero… Si te fijas en sus antebrazos tiene rasguños, los nudillos están contusionados y en un examen ocular rápido se ven algunos moratones ―explicó levantando la camiseta del antiguo profesor dejando a la vista su prominente bandullo peludo que confirmaba las palabras del forense.

   ―Joder, cómo se puso este hombre. Cuando me daba clases estaba como un palo. ―la inspectora sacudió la cabeza para centrar sus pensamientos― ¿Pero coinciden la hora de la muerte con la de las marcas?

    El hombre asintió

   ―¿Y la placa de plomo?

  ―Estamos esperando al juez para levantar el cadáver y poder guardarla para examinarla pero…

   Y en aquel momento, no fue el juez el que interrumpió la conversación, sino un rostro del pasado. Iria parpadeó reparando en el hombre que acababa de entrar en el lugar, viéndolo como en una cámara lenta salida de una escena de Los vigilantes de la playa...

   ―Andrés… 

   El sonido salido de su garganta se quedó trabado en aquel punto. Los dedos de la inspectora se enredaron y el zippo se estrelló contra el suelo, a centímetros del cadáver.


Continúa aquí


PD: No conseguí averiguar la autoría de la fotografía por mucho que buscara, así que si alguien lo sabe, agradezco el aporte. 

lunes, 1 de septiembre de 2014

Defixio: el despertar

Hoy es un lunes caluroso y empezamos con una nueva historia que iremos desvelando a los pocos.

Defixio: el despertar 



El teléfono había vuelto a sonar en plena noche en la casa de Iria Aldekoaotalora Figueiroa. A tientas, confundida por el sueño y la penumbra, rebuscó entre el montón de ropa que había tirado despreocupada al desnudarse unas horas antes. Empezaba a odiar ya el maldito tono del móvil y resultaba vital, para su supervivencia mental, cambiarlo. En eso estaban sus aletargados pensamientos cuando al fin consiguió hallar el maldito objeto que, demasiado a menudo, interrumpía sus horas. Suspiró y, finalmente, descolgó el teléfono.
—¿Iria Aldeko…a…o…
La pelirroja negó aburrida, cansada ante una de sus maldiciones vitales, su impronunciable apellido.
     — Llámeme Iria —interrumpió seca sin más preámbulos.
—Bien, como quiera… Iria —prosiguió la voz masculina que seguía dubitativa al otro lado del móvil, invitándola a abandonar  el calor de su hogar.
La mujer se masajeó la sien, intentando asimilar la noticia y desperezándose. Aquello no era algo común en una ciudad como Vigo.
—Ahora mismo voy.
Una dosis de cafeína inyectada mediante una taza humeante para desperezarse, un «chas» del zippo que siempre la acompañaba para encender un cigarrillo, tres intentos para arrancar el gripado motor de su nada glamuroso renault espace de los años 90 e Iria Aldekoaotalora emprendió rumbo a su destino, el Jaco's bass.
Conocía aquel bar. Había llegado a ser asidua siendo algo más joven. No era que fuera especialmente mayor a sus treinta y seis años, pero ya había vivido aquella experiencia traumática en la que un adolescente se dirigió a ella llamándola «Señora»;  una tremenda bofetada a su ego del que su neurótica psique difícilmente se había recuperado.
 A pesar de aquello, su mente vagaba mientras las luces de la ciudad iban desfilando formando un fantasmagórico borrón. Recordaba las noches de juerga en aquel pub, lo tonta que se ponía cuando escuchaba resonar la voz nasal del adonis Axel Rose, cómo cerraba los ojos mientras el rebumbio de la guitarra japonesa de Krist Novoselic la transportaba, la forma en el que el mundo giraba mientras se dejaba llevar por un solo de ritchie Blackmore y el alcohol se deslizaba por su garganta cuando aún estaba aprendiendo a beber en aquel antro, del que Andrés siempre había dicho que olía «a sobaco».
Tras aparcar y entrar en el local, apenas tardó unos segundos en comprobar que el calificativo seguía sentándole bien al bar. De hecho, la ley antitabaco, pues el humo tenía el don de sobreponerse a casi todos los demás olores, no había hecho más que reforzar aquel tufo mortal en una llamativa miscelánea de alcohol, orines, y de la imperante humedad que impregnaba sus  paredes decoradas por sus clientes con pintadas y gravados incisos en la desconchada pintura.
Ya la estaban esperando y, pronto, empezaron a guiar a Iria a través del lugar. Tuvo que pegar un pequeño salto para esquivar el vómito que adornaba algunos desvencijados azulejos del suelo, imitando un cuadro de Pollock. Avanzó por el Jaco's bass, luchando en todo momento para despegar sus pies que se adherían al piso por la fuerza del alcohol reseco, y admirando cómo ahí se acumulaban verdaderos estratos de inmundicia, hasta que, de repente, se encontró con la razón de aquella llamada que había interrumpido su descanso nocturno.
―¡Joder, Pablo!
 Aquella exclamación había salido de su garganta en un automatismo; lo conocía. ¿Cómo no iba a conocerlo?  Giró un instante la cabeza, para no verlo aunque no pudo evitar recordar, a pesar de la situación, cómo aquel hombre, con el paso de los años, pasó de ser  una copia del todo a cien de Jim Morrison para convertirse en un Homer Simpson blanco.Volvió a fijar sus ojos en el hombre. Tomó aire, lo exhaló en un fuerte suspiro. Pero lo que llamó realmente su atención en aquel momento era que aquel cadáver agarraba, con la fuerza del rigor mortis, una tablilla de plomo.

Continúa aquí