Translate the rain

lunes, 28 de julio de 2014

Santos inocentes, ni des ni prestes (Final)

En este lunes soleado, la máquina de escribir marca el punto y final. 

Y si os habéis perdido algún capítulo, la historia empieza aquí y éste fue el anterior capítulo.



 Sentí una descarga eléctrica recorriendo mi médula espinal. Corrí, escapé calle abajo, huyendo de aquella Isabel, de una realidad absurda digna de Alicia y sus maravillas; de mi misma, de un destino griego. Ni Ifigenia ni Papandreu juntos podrían entender lo que sentía en aquel instante.  Las interminables pendientes me arrastraban calle abajo junto con mis problemas. Como si los elementos se hubieran conjurado en mi contra, empezó a llover. Siempre odié la lluvia. Las gotas se deslizaban sobre mi rostro mientras sentía la sal entre los labios. Sin saber cómo, ni por qué, había entrado en una Iglesia.

Mis pasos retumbaban en aquel lugar vacío. Miré hacia un confesionario, con la alocada idea de hablar con un sacerdote. No había nadie. Eché entonces la vista hacia el frente viendo una cruz y sentí, en aquel instante, un semblante de síndrome de Jerusalén. Tenía que hablar con Dios para resolver todo aquel embrollo.
 Me persigné como quien marca un prefijo telefónico, pues siempre consideré que aquel gesto es necesario para iniciar la comunicación a pesar de mi escasa fe. Simplemente hablé, en voz baja, un susurro que, esperaba, solucionaría mis problemas:
—Hola Dios…—no sabía muy bien cómo encarar aquella conversación que presuponía a una banda —Soy María —me sentía cómo una demente. Sin embargo, aunque la razón me pidiera a gritos detenerme, empecé a argüir estupideces. Era una sensación extraña la de tratar de razonar con Dios y muchas de mis explicaciones eran francamente ridículas, pero es lo que posee la espontaneidad. En el papel, los discursos son preciosistas y cultos. La realidad siempre es más cruda, menos cerebral y bella. En aquel momento, me sentía ridícula, desequilibrada y estúpida. No quería ser una heroína que cerrara la caja de Pandora con el fruto de mis entrañas y el sólo plantearme aquello, me dejaba, creía, a la altura de quienes avistan ovnis, sirenas o hadas.  Parecía que me habían aplastado y recortado en forma de monigote, amarrándome con una tira de celofán a la espalda de Peter Pan. Era como Fernandel, en una de sus viejas películas en blanco y negro, pero mi futuro hijo, no me contestaba. No había respuestas, sólo el eco de mis palabras y la imagen de Jesús clavado y torturado en  aquel instrumento de tortura romano.

*****
III
La vida es como una pila eléctrica:
 tiene un lado positivo
y otro negativo, y se acaba.

Eran exactamente las 16h22 de un 29 de abril, la temperatura era de 23,3 grados Celsius, el viento seguía soplando del Sur a 16,4 kilómetros por hora y los pluviómetros no habían recogido lluvia en aquel día. María, aliviada por las recientes noticias, acababa de mandar a su relato a una papelera virtual. En el hemisferio Sur, José Bertrán, ajeno a todo, estaba mirando como las latas discurrían sobre una cinta transportadora semejante a una montaña rusa. En su casa, Ana Pazos, desconocedora de la vida de su hija, descubría fascinada cómo los dos protagonistas de su telenovela favorita no podían casarse al revelarse sus lazos consanguíneos. En la carretera de Camposancos, Joaquín Iglesias leía desanimado el periódico a la espera de que un cliente entrara en su taxi. Por su parte, Isabel, conocida simplemente como «la loca» por muchos, sonreía mientras imaginaba como un niño crecía en su interior.
Siete meses, veintinueve días y una hora después, María apagó, con un potente soplo, treintaicinco velas en compañía de ese hombre del que le seguían encantando sus ojos, su boca, su nariz y su pelo. No hubo, aquel día, ninguna abominable matanza de niños, sólo centenares de bromas de mejor o peor gusto pues, como decía siempre el padre de María, «santos inocentes, ni des, ni prestes»
El relato que María había transcrito con su máquina de escribir regodeándose en su  harmonioso «chin», quedó sepultado en lo más profundo de su memoria. No tardó en lanzarse en otro de sus viajes imaginarios. Su siguiente cuento había versado acerca de la trágica encrucijada de la madre de Aquiles al elegir el destino de su hijo: una vida larga pero anodina, o gloriosa pero breve. 
El tiempo pasó, las agujas del reloj y el viento giraron muchas veces en la ciudad olívica. María, a lo largo de su vida, nunca dejó de odiar a las personas que sacudían su dedo índice, ni tampoco a las palomas, el rosa o la lluvia. Como su madre escribiría también «cosas de adulto», sobre un mundo que había abandonado las bondades ascendentes de las fabulosas curvas de Kondrátiev y Juglar, pues no hubo ningún tipo de salvación divina.

Su vida siguió su curso, tan larga como anodina, entre el rojo y el gris, en compañía de Jóse que pronto prefirió unirse a la larga fila del paro abandonando aquella lejana fábrica de latas de conserva que parecía una montaña rusa, sus viajes imaginarios, la vieja máquina de escribir y su melódico «chin», sus miedos y ucronías. «En la hoguera de la razón», llegaría a escribir un día María, «quedó abierta la caja de Pandora; ardieron el valor, Nunca Jamás, las sirenas  y los héroes».

lunes, 21 de julio de 2014

Santos inocentes, ni des ni prestes (parte 4)

Sigamos el sonido de cada punto y aparte de la melódica máquina de escribir.
 
Y por si os habéis perdido algún capítulo, la historia empieza aquí y la habíamos dejado en este punto.


Santos inocentes, ni des ni prestes (parte 4)


—¿Y qué hiciste luego? inquirió escueto en su planteamiento.
—Pues ¿qué iba a hacer? Tuve una crisis de ansiedad de caballo. No pude pegar ojo en toda la maldita noche por culpa del angelote —aplasté el cigarrillo contra el cenicero—. A primera hora llamé a la consulta para ver si me podías atender cuanto antes. Me había estado rebanando los sesos toda la noche y salí de casa para ir a una farmacia a comprarme un test de embarazo. Ya llevo unos cuantos días de retraso y… —volví a echarme los cabellos hacia atrás— salió rosa… Odio tanto el rosa como las palomas —aseveré aunque no tuviera ningún sentido—. Desde que tengo uso de razón, aborrezco ese color.
—¿Será porque el rosa es el color del amor, de la felicidad, como «la vie en rose» de Piaf? —preguntó el psicólogo tomando otro apunte.
—Recuerdo más bien «los días rojos» de «Desayunos con diamantes». De hecho, me gusta mucho más el rojo. Mi vida suele fluctuar entre ese color y el gris. Pero el rosa… El rosa es una abominación de la naturaleza. Es más —afirmé como si aquello fuera una prueba irrefutable—, las propias rosas suelen ser rojas no rosas. —negué sutilmente—.La cuestión es que el test salió rosa y eso significa que estoy embarazada por obra y gracia del Espíritu Santo…. No sé qué tengo pero tengo algo: esquizofrenia, demencia, delirios, lo que sea. No puede ser bueno.
—Sin querer ofenderte María, los diagnósticos mejor dejálos para los médicos. Hay muchas causas para lo que te acaba de pasar que van desde los trastornos psiquiátricos que nombraste, algún shock —dijo el argentino  manteniendo sus ojos en los míos—, un problema de salud, con el sueño. Mirá, en todas tus experiencias estabas en la cama y podías rondar, como se dice acá, ese estado de «duermevela». En cuanto al embarazo, deberías ir a ver a un ginecólogo para asegurarte —el hombre quería transmitirme calma y seguridad—. Hay muchas posibilidades y siempre una razonable.
— Sinceramente, no la veo —contradije con pesimismo.
— No lo ves pero ahí está. Esto es como el fútbol. Vos venís gambeteando rivales, esquivando obstáculos para patear al arco y tener éxito en tu vida. Pero ahora, simplemente quedaste en offside y no entendés qué cobró el referí. Sin embargo, fue fuera de juego y hay que anular la jugada. Ahora tenés que ver la repetición para entenderlo. Tenemos que verla juntos, vos, yo, y a lo mejor algún médico para descartar otros problemas.
Al salir de la consulta, volví hacia mi casa, escalando a duras penas las pendientes de esta ciudad. Exhausta veía llegar el final de mi particular calvario diario al alcanzar un paso de cebra de la transitada calle Venezuela. Mientras esperaba ansiosa a que el muñequito esquemático abandonara su tono carmesí, observé a una mujer con un carro de supermercado. Abrió la tapa de un contenedor de la basura y depositó en su carrito, un gastado peluche cuyas entrañas espumosas habían sido extirpadas con exaltada violencia. Aquella mujer tenía aspecto de andar en plenitud de fuerzas aunque unas hebras grises en su larga y enmarañada cabellera despeinada, delataban su ya entrada madurez.
—«Los pañales exhalan un rumor de desierto, con cítaras sin cuerdas y degolladas voces. La nieve de Manhattan empuja los anuncios, y lleva gracia pura por las falsas ojivas.» —La voz en cascada de la mujer resonaba recitando a Lorca, aunque no fuera consciente de ese detalle en aquel instante.
No era la primera vez que la veía hablar sola. La gente la solía llamar «la loca». Loca porque declamaba lo que pensaba en voz alta, aunque soliera decir verdades como puños.
Recuerdo como un día, en esa misma calle, vi a Isabel, pues hasta los más estrafalarios tienen un nombre, parada ante un cartel electoral. Estaba hecha una furia mientras lo increpaba:
—¿Por qué sonríes? —había preguntado seriamente Isabel hablando con el político fotografiado en el anuncio.— ¿Por la subida del paro? ¿Por la corrupción? ¿Por los recortes en Sanidad? ¿En Educación?¿Por la subida de los precios? ¿De los impuestos? ¿Por la gente que no puede pagar sus hipotecas? ¿Por qué el Celta perdió? ¿Por qué te alegras? —había  inquirido seriamente fijando sus grandes ojos grises sobre el cartel.
Pero Isabel no sólo sermoneaba a los anuncios sino también a un amplio abanico de personas: niños o ancianos, hombres engominados o perroflaúticos indignados. Cualquiera podía ser presa de sus vehementes comentarios.
La misma mirada que se había parado en aquel cartel electoral, los mismos ojos que habían visto pasar cientos de rostros de fingida indiferencia, se posaron entonces sobre mí. Acompañó, sin embargo, su gesto de una sonrisa mucho más sincera que la de un estadista en campaña.
— ¡Estoy embarazada! —se desgañitó Isabel sorpresivamente.
Aquella mujer debía estar casi en sus cincuenta. ¿Cómo era posible? Aquello parecía una más de sus extravagancias.
—Enhorabuena —le contesté hipócrita, viendo como el semáforo pasaba de rubí a esmeralda. Seguí el gráfico ejemplo del muñequito verde y empecé a andar, pero Isabel agarró mi brazo con fuerza. Fue un simple susurró al oído; una voz apenas audible que se filtró mansamente para restallar contra mi tímpano—. Tú también lo estás.  Llevas al Señor en tu seno... 

Continuará...

Cuadro: La loca de Chaïm Soutine

lunes, 14 de julio de 2014

Santos inocentes, ni des ni prestes (parte 3)

Con el veranito,  disfruto de otro lunes soleado, y hoy seguimos con las venturas y desventuras de María.

Podéis  leer aquí las parte 1 y parte 2:

Santos inocentes, ni des ni prestes (parte 3)



—María sos una persona racional. Es lo que me demostraste hasta hoy. Sabés que es imposible para el ser humano aparearse con una paloma.
—Esto ha sido una mala idea. No sé qué hago aquí contando esto. Todos vais a pensar que estoy como una regadera.
—No es común, pero yo creo en vos, María. Sé que no estás «como una regadera» —dibujó el gesto de las comillas doblando sus dedos índice y corazón—. Ahora bien, ¿Por qué pensás que ese excremento de paloma te fecundó?
—Porque, bueno… Ahora viene la parte más… —dudé buscando la palabra adecuada— contundente… Todo esto pasó anoche. Estaba de nuevo en mi habitación leyendo. Iba a apagar ya la luz cuando, de repente, vi a un tipo delante de mí. Estaba… en pelotas pero justamente… no tenía… pelotas, ni siquiera pequeñas. No tenía nada de nada, ni pene. ¿Me entiendes?
—O sea decís que no tenía sexo. Estaba totalmente castrado —. Esperó a mi asentimiento antes de tomar unas notas sin querer demostrar como el concepto de castración aparecía ante sus ojos de psicólogo cual música celestial
—Pues sí, exactamente eso, pero también tenía el típico pelo «Pantène» con ricitos de oro como el de los…—dudé un instante antes de expresarlo— ángeles… Vamos, que por encima parecía un cliché. Pero claro, yo al ver a un tipo en pelotas sin pelotas, y aunque las tuviera, como es lógico, me asusté y mucho. Me quedé paralizada, como si hubieran encajado una barra en medio de mi garganta que me hubiera impedido gritar. Es una sensación asfixiante —apunté mientras volvía a inspirar humo de mi cigarrillo—. Él, ella o lo que sea, se quedó mirando para mí y sonrió diciéndome: «Salve, llena de gracia, el Señor está contigo» ¿A quién se le ocurre afirmar algo semejante? ¿Qué tenía que decirle? ¿Y bendita tú eres entre todas las mujeres? Además, no sabía siquiera si era una mujer o un hombre y, la verdad, es que lejos estaba de ser mi preocupación.
— ¿Y cuál era exactamente tu preocupación
—Pues… que fuera algún tipo de eunuco demente que quisiera atacarme. La verdad es que nadie en sus cabales piensa en un ángel. De hecho, pensé antes en un fantasma que en un ángel. Me parece mucho más racional —aseveré con apabullante sensatez— Y por encima, luego de eso, soltó tan pancho «No temas María, porque has hallado gracia ante Dios». Y ahí, la verdad es que creí que era algún tipo de psicópata sectario.
—Lógicamente, sí —afirmó el hombre dándome la razón por primera vez.
—Cogí el móvil para llamar a la policía y él, ella… siguió igual de tranquilo y me dijo con parsimonia, como si fuera algo normal: «Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz  un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús.» —solté una carcajada nerviosa al relatar aquello— Y luego siguió con un rollo sobre lo grande que sería y que estaría en el trono de David y que reinaría por los siglos de los siglos. Amén. El hecho es que lo que si no se iba ipso facto llamaría a la policía.
—¿Se fue entonces?— preguntó mi psicólogo interesado.
—No, no. ¡Qué va! —objeté sarcástica— Se quedó mirando para mí, sonriendo con tranquilidad y me soltó un discurso sobre lo impíos que nos hemos vuelto y que sólo creemos en lo material, el dinero ficticio de unos bancos que nos embaucan y nuestra falsa democracia de políticos corruptos —tomé una nueva calada de mi cigarrillo que estaba al rojo vivo—. La verdad es que en ese momento,a pesar de que el discurso estaba muy visto, me cayó hasta bien. Pero luego volvió a hablar sobre Dios y que yo, a pesar de todo, tenía su Gracia. Me explicó que hacía unos días había venido el Espíritu Santo y que el niño ya crecía en mí, que nacería el día de navidad, que Dios era generoso y aquello solucionaría nuestros problemas… Y luego «¡Pum!» —acompañé aquella onomatopeya con un aplauso— Desapareció, como Houdini...


Continúa aquí
Imagen de 
Juan Pablo Bravo

lunes, 7 de julio de 2014

Santos inocentes, ni des ni prestes (parte 2)

Hoy seguiremos con el relato que empezamos la semana pasada. Aquí tenéis la primera parte, por si os apetece releerla o engancharos ahora. Es cortita, animaros. 



II
La vida es como un billete de quinientos euros.
 Todos sabemos que en algún momento
 habrá que pedir cambio.

La aguja que marcaba los minutos en la habitación de María, contrariando las leyes newtonianas, acababa de subir. Desde las diez de la noche habían transcurrido,  exactamente, treinta y dos minutos y un segundo. José Bertrán seguía con la mirada el tortuoso recorrido de una lata de conserva. En el salón de su casa, Ana  Pazos descubría en la televisión que una centésima de segundo es el tiempo necesario a nuestro cerebro para procesar un momento de felicidad que involuntariamente nos haga sonreír. Mientras tanto, en el aeropuerto, Joaquín Iglesias esperaba que algún viajero bajara de un avión para subirse a su taxi y vivir, a través de su relato, el sueño de unas vacaciones.

María estaba frente a su vieja máquina de escribir. Había repetido con ritualismo cada uno de los pasos para poder disfrutar aquel momento. La cinta que imprimaría las letras estaba colocada, el papel había sido enroscado con mimo y el primer cigarrillo encendido. Se enfrentó con la mirada a aquel folio en blanco. Dudó. Pensó durante unos largos minutos hasta que, finalmente, sus dedos empezaron a bailar al compás de la percusión rítmica de las teclas. Se enfrascó en una frenética danza litúrgica amenizada por los olores, el humo y el mágico «chin» que la envalentonaba en cada punto y aparte. 

«No aguantaba más. La expectación, en aquella sala de espera repleta de revistas que nunca me habían interesado, parecía no tener fin. Veía sucederse una retahíla de ofertas al consumo desaforado, modelos inexpresivas, preguntas insípidas de lectoras con inquietudes superficiales y respuestas intrascendentes, sin que aquello produjera ese desdén del que realmente son dignas. La situación era grave, extrema.
El latido de mi corazón, cual ciclista hormonado escapándose hacia una escarpada cumbre,cada vez tomaba más ventaja rítmica sobre el tictac del reloj que lo envolvía todo.
La señora que me cobraba al terminar cada consulta me rescató finalmente de aquel infierno. Me guió, al fin, hasta el despacho de Santiago Abruzzi que, ante mis tres toques secos a la puerta, abrió sin dilaciones. Sus pequeños ojos azules y penetrantes me escudriñaron desde el primer instante. Un apretón de mano y me fui a sentar directamente en uno de los mullidos sillones.
Me recordaba a un cazador estudiando a su presa. No dejaba de escrutarme mientras reunía sus folios golpeándoles suavemente sobre la mesita de cristal. Tomó con elegancia su bolígrafo y luego, rompió el silencio.
 —Hoy entraste como un vendaval, casi no tomaste tiempo en darme la mano. Es la primera vez que necesitás una consulta de urgencia. ¿Qué pasó?
Encendí un cigarrillo a pesar de mi situación, incluso con las mil y unas leyes coercitivas del mundo, tenemos pactado uno por sesión, dos si ésta es muy intensa.Y lo cierto es que lo apremiante de mi situación me impulsaba a fumar, a pesar de la contraindicación, toda la cajetilla.
— Esto es terrible, Santiago. ¡Terrible! No se siquiera cómo llegué a esto. Ya sabes que  Jóse se va cada tres meses otros tres a Chile para trabajar en esa fábrica conservera.Y no ha sido nadie más. Bueno, sí fue… pero yo no lo busqué siquiera.
—A ver, empezá a contarme todo desde el principio.
Santiago Abruzzi tenía razón, la situación que amenazaba mi ya escasa cordura, merecía cierto orden en su exposición para poder ser entendida. 
 —El principio parecía intrascendente. Hará más o menos un mes de eso. Estaba tumbada en mi cama, leyendo y había dejado la ventana abierta para que la habitación se aireara. De repente, noté un ruido y me giré. Ahí vi a una de esos pájaros demoniacos, una rata con alas… Una paloma. Odio a esos bichos, siempre los detesté. Me provocan un miedo irracional. De niña, mi abuela quería que les diera miguitas de pan. A mí me asustaba su deambular eléctrico, el caos de sus alas y sus miradas huecas ―Tomé una honda bocanada de humo para retomar fuerzas—.¿Nunca pasaste por debajo de un tendido eléctrico repleto de palomas? Te sientes en peligro, en el punto de mira de un pelotón de ejecución. De verdad, odio a esos pájaros —acompañé aquella reiteración con una expresiva mueca de asco—. Y, como te decía, entró una de esas alimañas aladas. La maldita paloma, por encima, tenía una puntería endemoniada. Cagó encima de mis vaqueros, a la altura de mi entrepierna. Parece un dato irrelevante, pero no lo es.
—¿Por qué decís eso?
—¡Porque he sido fecundada por asquerosos excrementos de paloma! ¡Estoy embarazada!...

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