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lunes, 30 de junio de 2014

Santos inocentes, ni des ni prestes (parte I)

 La semana pasada no hubo entrada, ya que estuve disfrutando del sol en otras latitudes o debería decir paralelos. Adiós Mediterráneo, Capri c'est fini, y hoy llega un nuevo lunes en el que, entre nubes, el sol finge querer calentar las aguas atlánticas. Con las pilas recargadas, esta semana he decidido tirar del cajón desastre de la memoria de mi ordenador y sacar un relato que publicaré en diferentes tandas. Esto es el principio de la aventura de María, y espero que os guste.

Santos inocentes, ni des ni prestes



Existe en cada cual, un lugar que se halla en la frontera entre nunca y jamás, en la confluencia del mito y la razón, del miedo y la aceptación.

I

La vida es como los coches de choque.

Se puede ir sólo o acompañado. Se propinan golpes, se reciben otros,

y se dan muchas vueltas para no llegar a ninguna parte.



Eran exactamente las 18h31. En su trabajo, José Bertrán estaba tomándose un respiro para aspirar humo de un cigarrillo mientras, en el salón de su casa, Ana Pazos acababa de descubrir en la televisión que los seres humanos comenzamos a sonreír en el útero materno. Perdido en el caos de la Plaza América, Joaquín Iglesias maldecía al conductor del coche que se había cruzado ante él sin usar intermitentes. Eran pues, las 18h31 de un 26 de abril. La temperatura era de 16,2 grados Celsius, el viento soplaba del Sur a veintinueve kilómetros por hora y los pluviómetros habían medido veintidós milímetros de lluvia por metro cuadrado en la última hora. 

     María Iglesias Pazos, en ese mismo momento, acababa de dar la mano a su psicólogo tras entrar en su consulta. María fue un feto muy sonriente en el útero de su madre y nació expresando su disgusto por el abandono de aquel cálido refugio, con un profundo llanto, un 28 de diciembre.
«Lo que acabas de hacer parece una inocentada», le decía siempre su madre, Ana Pazos, cuando estaba enfadada con ella mientras su padre, Joaquín Iglesias, contestaba invariablemente con un dicho popular que no venía a nada: «Santos inocentes, ni des ni prestes.» La idea de que su vida era una inocentada nunca se había desprendido de María. Recordaba las historias que le contaba su madre antes de acostarse; historias de viajes al centro de la tierra, bajo el mar e incluso a la luna. 

     Con diez años fue sorprendida, in fraganti, con sábanas que había descolgado por la ventana. Pretendía llegar hasta el puerto para embarcarse como polizón rumbo a lo desconocido y dar la vuelta al mundo en ochenta días. En su elucubración, María, concienciada con sus responsabilidades, había llegado a la conclusión de que ni siquiera perdería clases, pues sus vacaciones escolares duraban exactamente ochenta y tres días. Tras aquel aborto de aventura, la niña se ganó unos días de privación de su libertad, lejos de la playa y de sus amigos. Su madre, tras decirle el habitual: «Lo que acabas de hacer parece una inocentada», anunció, sacudiendo su dedo índice: «A partir de hoy, sólo viajarás con tu imaginación ¿Me has entendido?»

     María, desde entonces, siempre odió a la gente que sacudía su dedo como si de un arma amenazante se tratara. Aprovechó aquellos días de encierro en la penitenciaría de su habitación para descubrir la máquina de escribir con la que su madre redactaba «cosas de adultos»: facturas o cartas al director del periódico local para expresar su continua indignación. Aún con treinta y cuatro años, María seguía amando el sonido que producen sus teclas, parecido a aquellos viejos telégrafos emitiendo un S.O.S. Desde entonces, obedeció a su madre y emprendió numerosos viajes con su imaginación. 
Escribió cientos de huídas ficticias en aquella ya desvencijada máquina. Muchos le decían: «cómprate un ordenador», pero María seguía prefiriendo el olor a tinta, el tacto de las gastadas teclas hundiéndose bajo sus dedos y el melódico «chin» que hacía la máquina cuando quería marcar un punto y aparte. 

     «Si eres hombre», decía Séneca, «alza tus ojos para admirar a los que han emprendido cosas grandes aunque hayan fracasado.» Ella era mujer, pero quería cumplir con las palabras del tutor del megalómano Nerón. Su madre ya no le leía historias, pero a María le seguía encantando hacerlo por su cuenta; y crearlas, aunque pensaba que a estas alturas del cuento, ya pocas cosas nuevas quedaban por narrar.A sus treinta y cuatro años se consideraba una escritora fracasada. De hecho, la palabra «fracaso» no la asustaba. «El fracaso», había escrito un día tras regodearse en el armonioso «Chin» de la vieja máquina, «nos muestra que la vida no es más que un borrador. Unas palabras atinadas o huecas que nunca llegan unirse.» Por lo tanto, era una más entre cientos de millones de fracasados y aquello la reconfortaba; al igual que lo hacía su novio José Bertrán, «Jóse», tal como lo llamaba ella.

     Jóse fue su primer novio cuando apenas contaba cuatro años con la ayuda de los dedos de su mano. Se gustaron desde la primera vez que se vieron en la escuela. Él le dijo: «Me gusta tu nariz, tu boca, tus ojos y tu pelo.» Ella se quedó prendada y tardó una centésima de segundo en sonreírle. Su maravillosa y platónica relación duró cinco años más, hasta que los padres del niño se mudaron con su hijo a otra ciudad. María no había vuelto a saber nada de él, hasta que un día, cuando ya tenía veintitrés años y no le alcanzaban los dedos de sus manos y sus pies para contarlos, pidió fuego a un chico al salir de la biblioteca. Tardó unos segundos en reconocerlo. Al momento pensó que le gustaban su nariz, su boca, sus ojos y su pelo. El también lo había vuelto a pensar...

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lunes, 16 de junio de 2014

La cita

Hoy es lunes y luce un sol espléndido que invita a visitar la playa y esta semana os presento, un microrelato. Espero que os guste.


La cita

El lunes, se estremece pensando en la cita del viernes, siente su corazón latir contra su pecho cuando piensa en ella. El martes repasa su vestuario, revisando cada pieza y complemento. El miércoles se pone nervioso, pensándola y sintiendo como el momento se acerca. Lo ansía pero también lo teme. El jueves se lo comenta a su mejor amigo, tratando de planificar cada posible obstáculo para evitar inconvenientes y que todo sea perfecto. Y al fin, llega el viernes. 

Se levanta con un nudo en el estómago, abandonándose a una serie de rituales a lo largo del día que rozan la compulsión. Se enfunda la ropa que había preparado con mimo. Llega con tiempo a la cafetería. Hace calor pero la camiseta de microfibra de poliéster que lleva le salvará del ridículo de la aureola en el sobaco. Espera ansioso. ¡Los preliminares! ¡Qué importante son los preliminares! Se pide una cerveza, mientras repasa en el espejo su maquillaje.

Llega el momento, la suerte está echada. El nudo en la garganta se deshace en un grito catártico primero y luego, la decepción, la humillación: cinco. Cinco goles marcó Holanda.

lunes, 9 de junio de 2014

La hoja en blanco


Llevo un tiempo madurando escribir sobre este tema, probablemente porque me siento totalmente afectada por este mal: el síndrome de la página en blanco que los anglosajones denominan como "writer's block" y que incluso cuenta, según averigüé, con una palabreja de sonoridad científica con etimología helena: la "Leucoselofobia". 


¿Pero cómo? ¿Qué me dices? ¿Si cada semana escribes algo nuevo? Supongo que deben de existir diferentes grados de afectación, el mío sólo me atañe en una de de mis facetas de aprendiz escritora: la escritura de una novela o mas bien debería de decir de LA novela y probablemente ese sea mi verdadero problema.

Por suerte, procrastinando, descubrí que no estoy sola en el mundo, que muchos más escritores sufrieron o sufren este mal ―mal de muchos, consuelo de tontos―, este miedo a la página en blanco que figura el vértigo por enfrentarse a un nuevo proyecto, en este caso, a uno grande y desconocido, de lanzarse al vacío, sin red, y de no estar a la altura del reto. Como un hotel que ha conseguido una estrella, existe el miedo a perderla, a la mediocridad, resumiendo: al fracaso.

Los afectados por este mal solemos situar la barrera demasiado alta, queriendo escribir una obra única, original, estando, como mínimo, a la altura de nuestras propias expectativas porque, en el fondo, somos nuestros peores y más crueles críticos. Existe el miedo a parecer demasiado ambicioso, incomprendidos o a embarcarse en algo demasiado complejo. A fin de cuentas, es un claro síndrome de inseguridad en ese momento de soledad extrema que supone la escritura, ante la pantalla del ordenador que se convierte en un espejo que nos devuelve un reflejo que, en la mayoría de los casos, permite desfogarse en la escritura catártica pero que sin embargo, extrañamente, en este caso bloquea.

Y aquí entran la procrastinación ―sin eso no hubiera averiguado nunca que existía la leucoselofobia―, la autocensura, la dispersión ―qué idea tan interesante para escribir un relato, cómo me gusta este libro, cuán apasionante es este debate en el facebook, ¿existen variantes en la técnica de vuelo de las moscas?― por lo que volvemos a cerrar el círculo de la procrastinación y, en mi caso, al pretender escribir una novela histórica, un punto más, una documentación que enfoco con el mismo perfeccionismo que la propia escritura de la novela.

Y llega un punto, sin embargo, en que creo que estoy viendo la luz al final del túnel (todo hay que decir que el primer año de crianza de un niño no permite tampoco focalizarse de pleno en vencer esas inseguridades). En que parece que la escritura de estos cuentos cortos que publico cada semana, en vez de dispersarme, me animan, en que de repente, consigo organizarme para encontrar un tiempo para dedicarle a estas cuestiones cada día y sobre todo, la sensación de que mañana, de verdad, empezaré a escribir mi novela y habré vencido esa hoja en blanco que, en realidad, no es más que una quimera.

lunes, 2 de junio de 2014

El hombre del banco

Me ha tomado desprevenida este lunes de abdicación, aunque era de esperar. Fue difícil hacer nada productivo tras el rebumbio televisivo y de las redes sociales, pero cuando ya creía que las musas no me visitarían hoy y amenazaba con tener que buscar algo en el baul de los recuerdos, una imagen, que prefiero no definir para no quitarle su aquel (si es que lo tiene) al texto, acudió a mi mente. Aquí va el relato corto de hoy, son un poco menos de 300 palabras, así que se lee en un volado:

El hombre del banco



Era una mañana soleada, en la que se respiraba la primavera. Como todas las mañanas desde hacía semanas, iba a quedar de nuevo con ella. Sentía su corazón batir contra su pecho, como el tic tac del reloj de la plaza que tanto gustaba visitar al atardecer.

  Cuando el sol salía por el horizonte llegaba al parque y la esperaba, ansioso, junto al banco salpicado de blanco que tanto gustaban. Cuando ella llegó, su corazón abandonó el regular compás del carrillón para lanzarse en una frenética carrera contra una quimera. El sol parecía abrazar su perfil. Era hermosa con aquella luz de la mañana que envolvía sus sinuosas curvas. Con paso azaroso consiguió al fin alcanzarla. Sus cabezas se juntaron, deleitándose en su afrodisíaco olor. Ella era lo mejor  que le había pasado en toda su monótona vida de paseos incontables y terraceos infinitos.

  Y entonces llegó él, aquel viejo con sus tres pelos blancos que se salvaban de una alopecia galopante. Imbuido de si mismo y con una sonrisa de lado que denotaba una seguridad dañina, llevaba algo en la mano, semejante a una caja de Pandora. Quiso apartar a su amada de ahí, salvarla de aquella perdición, la maldición, pero el instinto de ambos era demasiado fuerte, atraídos de forma irracional hacia el hombre. 

  Con ritualismo, el anciano abrió su mano. Habían dejado de estar solos para estar rodeados por una muchedumbre que se agitó siguiendo los movimientos lentos pero irremediables del viejo. Y, en aquel momento, como todas las mañanas, se olvidaron de todo, poseídos. Picoteó sus ojos perfectos para alejarla y desplegó, raudo, sus alas para alcanzar una de las migas de pan que salpicaron el suelo, sólo el tiempo de un parpadeo, renovando la serena sonrisa del hombre del banco.