Hoy es lunes, el sol luce frío y os presento un relato corto:
La elección
Era una mañana de domingo. El viento frío cargaba con los aromas etílicos de
futboleros en cuyos rostros se confundían la victoria y la derrota. El sol pálido
lucía sin el brío y la fuerza que se presupone a un final del mes de mayo, y él
se levantó a por un café, como quien busca, en ese gesto cotidiano, su tabla de
salvación.
Aquella mañana, había elecciones. ¿Elecciones? Quizás la
palabra le llevara a un equívoco y había perdido su sentido primigenio, pero lo cierto era que le tocaba votar como ya lo había hecho en otras tantas ocasiones. Pero ¿para qué? ¿a quién?
Podía, con los dedos de sus manos, contar sus años cuando le
habían hablado por primera vez de democracia, del poder de decisión del pueblo,
de cómo, con aquello, al parecer, se comía, curaba y educaba a niños como él, y esperó con ansias a su decimoctavo
cumpleaños para poder, al fin, formar
parte de aquello. Todavía recordaba la ilusión con la que se había enfrentado a
su primera cita electoral, aleccionado en los valores cívicos, con la sensación de haber superado un ritual de
iniciación y de haber sido aceptado entre sus mayores, el deseo de tomar sus
propias decisiones, de ser un hombre libre, autónomo, y el sentimiento de
pertenencia a algo mucho más grande.
Abrió la ventana y
respiró hondo . El aroma del mar trepó hasta sus fosas nasales y sintió la picazón
de la salitre expulsándolo de sus recuerdos. La decisión estaba tomada, después
de tanta corrupción y decepción; hoy no
iría a votar. Encendió un cigarrillo, viendo una porción de mundo a través del
marco vacío, mientras disfrutaba de aquella placentera autodestrucción. Una
ráfaga de viento empujó la ondulante masa de humo hasta sus ojos que se enrojecieron.
Con un parpadeo sintió como sus pestañas apartaban la sal de sus ojos. ¿Y qué pasaría ahora? Su abstención pasaría
desapercibida. Era un grano de arena en medio de una marea, y ya visualizaba la victoria de aquellos que
lo acusaban de ladrar por las esquinas, cuando aún se indignaba en la calle, en
vez de delante del teclado de su ordenador.
Su cigarrillo lucía aplastado y moribundo en el cenicero
para cuando se plantó ante la misma urna que lo había convertido tácitamente en un adulto. El plexiglás de la pequeña arca le devolvió el
reflejo de su mirada cansada que observaba como su nombre acababa de ser
tachado del censo, con un bolígrafo y una regla, como si el tiempo no hubiese
transcurrido. Y es que, en el fondo, no había pasado: los políticos, la
corrupción y el neoturnismo político seguían
y seguirían vigentes a pesar de lo que dijesen los tertulianos de la televisión,
lo único que había cambiado eran sus ilusiones. El pequeño receptáculo ya
contenía su voto y todavía no sabía muy bien el por qué.