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lunes, 28 de octubre de 2013

Los rostros del Samaín: Halloween vs. Todos los Santos ¿Nos invanden los yankees?



Esta semana va a terminar el mes de Octubre y, como todos los años, llega un día  señalado como es «Todos los santos». Cuando era niña sentía verdadera envidia de los niños americanos que poblaban las series televisivas. Halloween me parecía una fiesta divertida con su parafernalia de disfraces monstruosos y caramelos a tutiplén frente a la visita al lluvioso, gris, frío y triste cementerio lleno de flores morbosas. 

 No me gustan los cementerios, ni las muchas flores que los pueblan a mares en estos días, con esa desagradable sensación de mercantilización y competitividad malsana. Esa búsqueda de la tumba más bonita cuya consecución va muchas veces de la mano de un barroquismo atroz consistente en apiñar la mayor cantidad de flores en el menor espacio posible. Cierto es que hay una gran carga de cariño  y emotividad, pero siempre pensé que no necesito que me marquen un día para recordar a los que quiero a pesar de la brutal e ineludible separación de la muerte. 

Fui creciendo, y el lejano Halloween televisivo, poco a poco fue ganando terreno. Cada año se venden más calabazas, se ven más niños disfrazados y telarañas decorando los bares. ¿Será éste, otro síntoma más de la globalización que machaca la diferencia cultural? Si hubiera tenido que formular una rápida respuesta hubiera contestado que sí. Sin embargo, he llegado a la conclusión de que el verdadero planteamiento debería ser ¿son Todos los santos y Halloween dos caras de una misma moneda? ¿Y qué narices es eso del Samaín que tan de moda parece estar últimamente? 

Pues bien, vayamos en orden y empecemos con el tema del Samaín. Si se busca un poco por internet se encuentran cientos de artículos muy interesante y algunos, incluso, abordan el tema de  forma seria y pormenorizada, así que aquí, ya que el objeto de todo esto (si es que realmente hay un objeto) no es hablar del Samaín per se, sino avanzar en un sencillo razonamiento, simplemente vamos a abordarlo de un modo superficial.  

El Samaín, Samhain, Samán,  (etimológicamente «final del verano») se celebraba la noche del 31 de Octubre al 1 de Noviembre. Era considerada como la festividad del Año Nuevo Celta. Los celtas, como muchos pueblos agrícolas, celebraban el paso de las estaciones que, como es lógico, condicionaba su modo de vida. En este caso, festejaban la llegada del invierno.  Asociaban esa noche con el momento en el que el mundo del «sidh» – el más allá celta— se abría al mundo de los vivos, lo que convertía a esta celebración en el momento idóneo para recordar y rendir culto a los ancestros fallecidos que, se suponía, podían, en esa noche, estar entre los vivos. 

Como muchas otras festividades paganas de las que la Navidad, la Pascua o San Juan, probablemente, sean las abanderadas, el Samaín recibió también su capa de pintura para ajustarse a la religión imperante. 
El papa Gregorio III consagró una capilla en San Pedro a Todos los Santos y fijó el aniversario  de esa festividad para el 1 de noviembre. Gregorio IV amplió a toda la Iglesia esta conmemoración a todos los mártires y por extensión a todos los difuntos cristianos, a mediados del siglo IX.  Esta celebración encuentra su continuidad en el «día de fieles difuntos», instaurado por un abad cluniaciense hacia el año 1000. 

En ese lavado de cara encontramos , por lo tanto, la etimología del nombre de la festividad anglosajona pues «Todos los Santos» se traduciría en inglés como « All Hallow's Day» y pronto llegó la costumbre de llamar a la tarde previa a la celebración «All Hallowe'en» que, acortado, es el conocido como «Halloween». También está ahí el origen de ese día gris y triste en el que la floristerías hacen su agosto en noviembre y que nunca me ha gustado.

Sin embargo, en otros lugares, la cristianización del Samaín celta, al contrario de la navidad o las pascuas, fracasó estrepitosamente. Uno de estos fue Irlanda.
Es curioso pensar que hasta el año 1845, Halloween, a pesar de que nos es presentado como una fiesta ultraestadunidense a la altura del mismísimo «Thanksgiving», no fuera celebrado en ese país. Curiosamente también, da la casualidad de que por esas fechas se dio, en Irlanda, una de las mas crueles hambrunas que recuerda la historia contemporánea causada por unas malas cosechas de patatas. Este hecho motivó una brutal migración de irlandeses. En tan sólo diez años la población de la isla se redujo por la mitad, yendo la mayoría de los emigrantes irlandeses a Estados Unidos. La isla de Ellis primero y luego Nueva York y Estados Unidos acogieron a casi seis millones de irlandeses que llegaban con el catolicismo y sus tradiciones como el San Patricio y Halloween, bajo el brazo.  Así es como Estados Unidos incorporó la fiesta. El capitalismo y Hollywood harían el resto del trabajo, pero ¿fue Irlanda el único lugar en el que pervivió esa tradición céltica?

Pues parece ser que no. Como soy gallega me centraré en mi tierra, partiendo de la base de que no voy a entrar a debatir sobre el tema del celtismo (salvo el futbolístico) en Galicia, me recuerda a mi abuela contándome la historia de la buena pipa. No es un tema en el que me sienta cómoda ya que muchos argumentos encuentran rápidamente sus contraargumentos y el origen del debate se fragua en una construcción ideológica decimonónica.

Pues bien, volviendo a la cuestión del Samaín y su pervivencia, es indudable que por la relación tan particular y simbiótica que tiene la Galicia tradicional y rural con la muerte, una festividad como ésta encontraría su eco, integrado en las tradiciones cristianas. Muchas de estas tradiciones parece que estaban ya en vías de desaparición aún perviviendo, sin embargo, en la memoria colectiva, siendo recuperadas en las últimas décadas.
Así, en algunos lugares de la zona de O Ferrol, por ejemplo, los niños preparan las tradicionales calabazas huecas con una vela en su interior que mantienen encendidas durante la noche para espantar a las meigas.  También en Cedeira y otras villas se guarda y revive la tradición de los «fachos» consistente en encender unas antorchas y  andar en procesión con éstas para hacer una gran hoguera.
En la Illa de Arousa, los niños se levantan antes de que se alce el sol y recorren las calles  el día 1 de noviembre pidiendo «unha limosniña polos defuntiños que van alá», recibiendo a cambio dinero, golosinas, naranja, lápices o pan.
En Xil, una parroquia del concello de Meaño, en la ladera del monte, sus habitantes suben en procesión al cementerio portando velas. Desde abajo, se observa una «Santa Compaña».

Son resquicios pues está claro que no es una tradición generalizada pero, con estos, cerramos el círculo entre lo pagano y lo cristiano, Nunca y Jamás,  la flores de Todos los Santos y las calabazas de Halloween. No sé si puedo considerar  realmente esta fiesta como  de aquí, pero ya no tenga tan claro que sea un monstruo de la globalización que va a invadirnos en una metáfora cultural imperialista. 

Bibliografía:
 
-BOUZAS, P. y  DOMELO X.A., Mitos, ritos y leyendas de Galicia, mr. Ediciones martinez roca, 2003.
-ANÓNIMO, Galicia Espallada: http://www.galiciaespallada.com.ar/halloween_en_galicia.htm, (consultada en Octubre de 2013)
-http://es.wikipedia.org/wiki/Samhain (consultada en Octubre de 2013)

lunes, 21 de octubre de 2013

No hay reloj sin relojero

Aquí va un pequeño relato (no llega exactamente a microrrelato) corto. Era en realidad el prólogo de algo más grande...


Decía Voltaire, en un extraño silogismo, que “Hay Dios, porque no hay reloj sin relojero”. Sin embargo es, y casi podría decirse que era, un oficio que se llevaba en la sangre y con el que había que practicar una infinidad de veces para dominar los mecanismos. Engrasaban los engranajes, los revisaban con atención y daban cuerda al reloj a diario para que este funcionara. Los relojeros son hoy en día rara avis, hombres meticulosos, pacientes, dueños del tiempo, en un mundo que corre veloz mirando la hora en un teléfono móvil. 

Yo uso el viejo reloj de bolsillo de mi bisabuelo. Uno de mis primeros recuerdos de infancia es ver el ceremonial, casi ritual, que tenía aquel anciano cuando daba cuerda al reloj. Se sentaba junto a la vieja cocina de hierro, incluso en verano. Se calaba la gorra sobre su calva semejante a la tonsura de un monje, fijaba la vista sobre el reloj hasta que, enaltecido por el tañer de los cuartos de las campanas de la iglesia del pueblo, posaba sus enormes dedos sobre la pequeña tuerca. El ceño fruncido y la punta de la lengua que asomaba por entre sus finos labios, daban fe de su estado de concentración que me convertían en una observadora invisible. Con precisión, aquellos gruesos dedos, encallecidos por el trabajo en el campo, giraban la pequeña rosca. Cuando el carillón de la iglesia había  dejado de vibrar por octava vez, sabía que mi bisabuelo guardaría su preciado reloj de faltriquera  en el bolsillo. 

Había algo de magia en aquel momento. Mi bisabuelo se veía rodeado por un halo de alquimista y, muchas veces, le preguntaba la hora sólo para poder observar aquel mágico objeto. El día en el que vi aquel reloj abandonado sobre su mesilla de noche con sus agujas estancadas en las ocho, supe, a pesar de mi entonces corta edad, que había muerto.

lunes, 14 de octubre de 2013

Que el cemento te sea leve


Un minuto de silencio por un empedrado que no podrá ser registrado por completo. Un minuto de silencio por esas estructuras de saneamiento decimonónicas que no serán documentadas. Un minuto de silencio por esos negativos que nunca podremos definir por completo… Incluso, un minuto de silencio por esos muchos rellenos, por esas lozas y cerámicas de época moderna que se habrán perdido, esas monedas, fragmentos de pipa de caolín. Nunca volverán a ver la luz. Y eso si no contamos con posibles sorpresas. El hecho es que todos esos datos se han perdido para siempre, han ardido en aras de una burbuja pinchada que no desespera de hacer estupideces.


Paseaba yo el otro día por las callejuelas de Vigo, disfrutando de un día soleado. Lo cierto es que los paseos con carrito de bebé son una experiencia diferente, fascinante y reveladora acerca de la estupidez humana. Esta ciudad tiene una cantidad ingente de escaleras, rampas absurdas que también llevan a escaleras (todavía no entendí el sentido, pero es así), aceras con escalones de cuarenta centímetros que dan directamente al paso de cebra y cuestas con pendientes dignas del Tourmalet y del Angliru juntas.

Como decía, ahí estaba yo con el carrito y mi chico disfrutando de esa bucólica y perfecta estampa familiar cuando, repentinamente, reparé en algo extraño en mi paseo… «Mira tú», pensé, «este solar me suena… ¿Será? No puede ser. Tenía un control arqueológico de obra pendiente desde hace varios años....»

Las ruedecitas del carrito de mi hijo fueron acompasando mis pasos, adelante, y luego, hacia atrás, para fijarme bien en el número del lugar… «Sí, sí, treintaiuno, como el departamento al que pertenece mi ciudad natal, como el año en el que se inició la II República. Ese es el lugar. ¿Por qué tiene cemento reciente sobre el suelo? Pero… ¿qué ha pasado aquí?»

Total, con cara de póker, cogí el móvil para sacar fotos al magnífico panorama y hacer las gestiones pertinentes con el asunto ¡Qué felicidad!

No es ni la primera ni, lamentablemente, la última vez que algo así pasa. Probablemente, no fuera a ser la quintaescencia en cuanto a yacimiento, pero no es sólo lo que intuyo que se ha perdido sino también lo que pudo haber sido y no fue, lo que nunca sabremos. No es sólo por los restos materiales aniquilados por una excavadora y el cemento, sino por todo el trabajo de documentación que no se ha hecho y los datos que se habrán perdido para siempre. Y a todo eso (como si ya no fuera poco) hay que sumarle esa sensación terrible de ser tomado a pitorreo, de que la Arqueología no es tenida en cuenta como una contingencia de obra más (sí señores promotores, si estáis en una zona de cautela arqueológica, de un mismo modo que tenéis que adoptar medidas de seguridad, tenéis que hacer una intervención arqueológica), sino que es vista, por algunos, como una molestia que intentan saltarse a la primera de cambio. Ya había tenido desencuentros en los que intentaron tomarme el pelo, pero nunca tanto. Fueron experiencias «divertidas» como:

—Pero aquí habéis excavado ¿no?

—No, no… Bueno sí, pero hemos vuelto a poner la tierra en su lugar

Un genio y una tarea de chinos. Devolvió cada grano de tierra a su lugar original, colocándolos el mismo orden exacto, respetando la estratigrafía original…seguro…


—Pero aquí habéis excavado ¿no?

—Ah es que tú nos dijiste que se podía

Una mentira vil, obviamente.


—Pero aquí habéis excavado ¿no?

—No, no.

—¿Y por qué veo cuarenta centímetros rebajados por debajo de la cimentación del edificio con la roca rascada por los dientes de la pala en perfil?

Silencio…


Intentaron tomarme por tonta, me he encontrado con druidas en busca de fuerzas telúricas, con yonkis empedernidos, cotillas que tratan de malmeter contra el vecino, prostitutas amables, maniobras militares intentando invadir un túmulo megalítico, explosiones cada media hora teniendo que ponerse a resguardo, diluvios universales, televisores por la ventana, una cabeza de caballo decapitada, robos, gente haciendo cola desnuda para ducharse, agrias discusiones por seguridad, calores insoportables, etc, etc pero que se cargaran directamente todo lo que había en un solar sin avisarme en ningún momento… fue la primera vez.

Puede que haya sanción administrativa, pero el mal ya está hecho. Algún día tenía que pasarte, me dijeron, lo triste es que fuera así.

lunes, 7 de octubre de 2013

Silenciadas por la Historia: Julia la Mayor


Decía un ilustre irlandés queel único deber que tenemos con la historia es rescribirla”. Pues bien, es curioso pensar que, a veces, ciertos puntos de vistas parecen no variar por mucho que pasen los años. Pero empecemos por el principio, sumerjámonos a través de los años, perdámonos entre las hebras de las Parcas y desenmarañemos los hilos para quedarnos con uno, el de una ilustre y noble romana, la única hija natural de Augusto, el primer emperador de Roma: Julia.

Ya tenemos protagonista, así que pongámonos en situación:
Desde que Augusto había ascendido al poder, el problema sucesorio resultaba una cuestión ineludible si Roma no quería volverse a verse amenazada, nuevamente, por feroces luchas de poder entre nobles señores de la guerra como lo habían sido Sila, César o el propio Augusto.

Al no tener un hijo varón, Augusto pronto mostró especial atención por su sobrino, Marcelo, al que honró casándolo con nuestra protagonista, su única hija que contaba entonces catorce años. Sin embargo, sea por lo que sea (nunca se aclaró verdaderamente el por qué aunque Robert Graves marcara nuestros espíritus), Marcelo pronto murió. Augusto que, por aquel entonces, había enfermado de gravedad, vio como el problema sucesorio, lejos de estar resuelto, se convertía en una prioridad. Acudió a su viejo compañero de mil batallas, Agripa  al que, a pesar de no contar con la mejor de las alcurnias, quiso unir a él para poder resolver el acuciante problema. ¿Qué mejor que volver a usar a su aún joven hija?

Julia fue entregada entonces, en aquel 21 a.C, en matrimonio al veterano Agripa. Esa unión fue un absoluto fracaso pero llegaron a tener cinco hijos, entre ellos dos varones: Cayo y Lucio. Con estos niños parecía que el problema dinástico estaba resuelto de una vez por todas, pero los planes de Augusto volverían a torcerse al morir Agripa.
Siendo Cayo y Lucio demasiado jóvenes, Augusto tuvo que buscar un nuevo sucesor. A la postre, a la tercera iría la vencida y, de nuevo, casaba a su ya por dos veces viuda hija con el futuro emperador, Tiberio. De nuevo Julia debía sacrificar su vida por los intereses dinásticos.Aquel matrimonio nunca funcionaría y Tiberio se acabaría retirando a la isla de Rodas.

Julia, mujer culta y con una personalidad arrolladora, renegó de las viejas costumbres por las que debería haber vuelto a la casa de su padre. Se relacionó con un grupo de personas eruditas, divertidas y liberales, dedicándose, según sus acusadores (pues Julia pudo haber sido víctima de una conjura), a un desenfrenado modus vivendi, por lo que pronto se desatarían las habladurías sobre sus múltiples escarceos sexuales.

De nada sirvió su vida de constante sacrificio por su padre, su familia, por Roma, pues Julia fue repudiada por Tiberio y desterrada por su padre en el 2 a.C a una pequeña isla de mala muerte de la bahía napolitana. En ese triste lugar de desdicha, probablemente fue puesta al tanto de la muerte de sus hijos. Y ahí es donde acabaría muriendo de inanición luego de que su ex marido, Tiberio, accediera al principado y dejara de pagar su manutención en el 14 d.C.

La historia de Julia resulta desgarradora, digna de una tragedia griega. Una figura silenciosa, cuya vida fue sacrificada en pos de la sucesión dinástica, de la continuidad del Principado, de la aeternitas romana. Y sin embargo, tanta abnegación nunca fue reconocida. Vilipendiada por sus contemporáneas, Julia ha pasado a la Historia como una mujer licenciosa, adúltera, de escasa decencia que fue puesta en cintura en nombre de la moral. 

Que los contemporáneos de Julia no repararan en los múltiples sacrificios de esa mujer, puede entenderse. Pero, lo cierto es que la historiografía contemporánea, no hizo especial hincapié en las continuas concesiones de Julia. Una heroína silenciosa de Roma, como lo fueron tantas otras mujeres a lo largo de la Historia, con cuyo sacrificio se firmaron alianzas y se alzaron reinos. 
 
Mujeres protagonistas mudas de la Historia, mujeres olvidadas y silenciadas.

Bibliografía  (no exaustiva):
HAZEL,J., Quién es quién en la Antigua Roma, Acento Editoria, Madrid, 2002.
ROLDÁN, J.M., Calígula, El autócrata inmaduro, La Esfera de los libros, Madrid, 2012.
SANTOS, J.L., Aranova (Fiumicino, Italia), vuelve a la luz el rostro de Julia, la hija del emperador Augusto, 2013 (consultada en Octubre de 2013)

Fotografía:Cabeza de la estatua de Julia la mayor, en el momento de su hallazgo, en el yacimiento de Aranova (Fiumicino, Italia), diciembre del 2012 (foto de la Repubblica)